domingo, 16 de septiembre de 2012

Music / Frank O´Hara


If I rest for a moment near The Equestrian
pausing for a liver sausage sandwich in the Mayflower Shoppe,
that angel seems to be leading the horse into Bergdorf's
and I am naked as a table cloth, my nerves humming.
Close to the fear of war and the stars which have disappeared.
I have in my hands only 35¢, it's so meaningless to eat!
and gusts of water spray over the basins of leaves
like the hammers of a glass pianoforte. If I seem to you
to have lavender lips under the leaves of the world,
      I must tighten my belt.
It's like a locomotive on the march, the season 
      of distress and clarity
and my door is open to the evenings of midwinter's
lightly falling snow over the newspapers.
Clasp me in your handkerchief like a tear, trumpet
of early afternoon! in the foggy autumn.
As they're putting, up the Christmas trees on Park Avenue
I shall see my daydreams walking by with dogs in blankets,
put to some use before all those coloured lights come on!
      But no more fountains and no more rain,
      and the stores stay open terribly late.


1953


miércoles, 25 de julio de 2012

Passion Pit / Gossamer [2012]


The Beatles / Tomorrow Never Knows [2012]


Diario del movimiento del mundo n. º 3 / Muriel Barbery



¡Pero vamos, alcánzala!


¡Cuando pienso que hay gente que no tiene televisión! Pero ¿cómo es posible, cómo se las apaña? Yo es que podría pasarme horas enteras viendo la tele. Quito el sonido y miro. Es como si viera las cosas con rayos X. Cuando se quita el sonido viene a ser como quitar el papel de embalaje, el bonito papel de seda que envuelve una tontería que te ha costado dos euros. Si veis así los reportajes de los noticiarios, os daréis cuenta de una cosa: las imágenes no tienen nada que ver unas con otras, lo único que las une entre sí es el comentario, que hace que una sucesión cronológica de imágenes parezca una sucesión real de hechos.


Bueno, resumiendo, que me encanta la tele. Y esta tarde he visto un movimiento del mundo interesante: una competición de saltos de trampolín. En realidad, varias competiciones. Era una retrospectiva del campeonato del mundo de la disciplina. Había saltos individuales con figuras impuestas o figuras libres, saltadores hombres o mujeres, pero sobre todo, lo que más me ha interesado eran los saltos dobles. Además de la proeza individual, con un montón de tirabuzones, giros y piruetas, los saltadores tienen que ser sincrónicos. No tienen que ir más o menos a la vez, no: perfectamente a la vez, no puede haber ni una milésima de segundo de diferencia entre ambos.


Lo más gracioso  es cuando los saltadores tienen morfologías muy diferentes: uno es bajito y retaco al lado de uno alto y esbelto. Al verlos uno piensa: esto no puede funcionar, en términos físicos, no pueden salir y llegar a la vez; pero sí que lo consiguen, aunque no os lo podáis creer. Lección que hay que sacar de esto: en el universo todo es compensación. Cuando se es menos rápido, se tiene más fuerza.


Pero lo que me proporcionó alimento para mi Diario fue cuando dos jóvenes chinitas se presentaron en lo alto del trampolín. Dos esbeltas diosas con trenzas de un negro brillante y que podrían haber sido gemelas por lo mucho que se parecían, pero el comentarista precisó que ni siquiera eran hermanas. Bueno, total, que llegaron a lo alto del trampolín, y creo que todo el mundo debió de hacer como yo: contener el aliento.


Tras varios impulsos gráciles, saltaron. Las primeras micras de segundo, fue perfecto. Sentí esa perfección en mi propio cuerpo; según parece es una historia de «neuronas espejo»: cuando se mira a alguien hacer una acción, las mismas neuronas que activa esta persona para hacer lo que está haciendo se activan a su vez en nuestra cabeza, sin que nosotros movamos un dedo. Un salto acrobático sin moverse del sofá y comiendo patatas fritas: por eso a la gente le gusta ver deporte por televisión. Bueno, total, que las dos gracias chinas saltan y, al principio del todo, éxtasis total. Y luego, ¡horror! De repente el espectador tiene la impresión de que hay un ligerísimo desfase entre ambas. Uno escudriña la pantalla, con el corazón en un puño: sin lugar a dudas, hay un desfase. Sé que parece absurdo contar esto así cuando en total el salto no debe durar más de tres segundos, pero justamente porque sólo dura tres segundos,  uno mira todas las fases como si duraran un siglo. Y resulta ya evidente, ya no cabe ponerse una venda en los ojos: ¡están desfasadas! ¡Una va a entrar en el agua antes que la otra! ¡Es horrible!


De repente me vi a mí misma gritando ante el televisor: ¡pero alcánzala, vamos, alcánzala! Sentí una rabia increíble contra la que se había rezagado. Me hundí en el sofá, asqueada. Bueno, entonces ¿qué? ¿Es esto el movimiento del mundo? ¿Un ínfimo desfase que arruina para siempre la posibilidad de la perfección? Me tiré al menos treinta minutos de un humor de perros. Y de pronto me pregunté: pero ¿por qué querría uno a toda costa que la alcanzase? ¿Por qué duele tanto cuando el movimiento no está sincronizado? No es muy difícil adivinarlo: todas estas cosas que pasan, que fallamos por poco y malogramos ya para siempre, eternamente… Todas estas palabras que deberíamos haber hecho, estos kairos fulgurantes que surgieron un día, que no supimos aprovechar y que se sumieron para siempre en la nada… El fracaso por un margen tan pequeño… Pero sobre todo se me vino a la mente otra idea, por lo de las «neuronas espejo». Una idea perturbadora, de hecho, y vagamente proustiana (lo cual me pone nerviosa). ¿Y si la literatura no fuera sino una televisión que uno mira para activar sus neuronas espejo y para proporcionarse a bajo coste los escalofríos de la acción? ¿Y si, peor aún, la literatura fuera una televisión que nos muestra todo aquello en lo que fracasamos?


¡Vaya un movimiento del mundo! Podría haber sido la perfección pero es el desastre. Debería vivirse de verdad pero es siempre un disfrute por poderes….




martes, 29 de mayo de 2012

Siglo XXI: Los simulacros, los cinismos y los incrédulos / Pablo Fernández Christlieb


I
Ya no se usa eso de que los cantantes canten, los intelectuales piensen, el público vea, las noticias sucedan y la gente viva su vida. Eso era demasiado realista. Para todas las generaciones actuales que ya nacieron en la era de los escaparates, los anuncios de revista, las modas y los alteros de ropa, los ídolos del deporte, fotos y fotos y fotos, presencia masculina, imagen femenina, mucha televisión, excelente presentación, interesantes entrevistas y amenos reportajes, este mundo del show, siempre prendido, ha terminado por apagar otro mundo, el real, aquel que consiste en trabajar y producir, ser buena o mala gente, saber lo que se dice ser alguien y hacer algo, sobre todo porque requiere mayor esfuerzo, le falta brillo, se nota menos, y no se puede cambiar de canal. Es un mundo de diario y no de noche de gala como el otro. El show empieza a sustituir a la realidad y sus guiones y coreografías se vuelven más auténticos que la vida de la gente, como si se volviera más real estar en el foro que estar en la calle, actuando que siendo uno. Disneylandia se hace más real que la colonia Lindavista y entrar en Televisa San Ángel es más verídico que pasear por la Alameda. Por eso, los niños de la calle ya sólo existen si aparecen en el canal de las estrellas diciendo no me digas niño de la calle. Ya no se trata de ir por la vida siendo algo, sino pareciendo cualquier cosa: solo lo que “parece” existe; lo que “es”, no. Como dijo Jean Baudrillard, hay algo más real que lo real, y es el simulacro. El simulacro es una realidad sin conexión con la vida, sin sustento ni sustrato, como si siempre se estuviera posando, al grado de que la pose es la única espontaneidad que queda. En el simulacro de un temblor, uno deja lo que esta haciendo, corre a la salida, abandona sus pertenencias, salva a su prójimo más débil, se ensucia la cara, se reúnen todos afuera: lo único que falta es el temblor. El simulacro es una realidad que se hace como si fuera para ser filmada, pero por el hecho de estar filmada, se convierte en realidad, y así la gente cree que el temblor consiste en su simulacro y, como el simulacro es la única verdad, cuando salen, creen que se salvaron del temblor. Fingir es la única autenticidad que queda. La imitación es lo original y así, mientras que las Chivas llevaban el apodo que los describía, en la época del simulacro hay un departamento encargado de poner apodos con copyright donde se sacan de la manga que alguien es “las águilas” y ya, por eso, resulta que tienen vista, depredación y altos vuelos. El Chololo sabía que era el chololo, ¿el matador de veras cree que hace faenas? A uno le ponen “Mijares”, así, en apellido, y la gente admite que es un Serrat o un Dylan. Lo manufacturado es lo natural. Y así sucesivamente, el público que va a los conciertos y otros espectáculos sabe cómo debe ir vestido, cuántos años tener y cuándo desaforarse. Lo prestablecido es lo insólito, porque lo insólito ya esta prestablecido. Los niños del Teletón muestran que también pueden tomar Pepsi y tener ilusiones, gracias lo cual los patrocinadores lloran de bondad. Lo falso es lo cierto, la farsa es la vida. Y así sucesivamente, los hechos ya no se hacen: se dicen; la paz, la justicia, el cambio democrático, la tolerancia, el reconocimiento de las mayorías, la redención de los pobres y los valores humanistas son hechos verdaderos porque suceden en las declaraciones de algún presidente y su primera dama en un desayuno, quienes, después de hablar, se cogen de la mano exhaustos de tanto bien que han hecho a la humanidad. La esencia es un sketch. Y así sucesivamente, hay señores y señoras que entre ellos se califican de expertos y exponen sus vaciedades en power poínt, y, como todo lo que se expone con tanta técnica es de expertos, se dan una constancia con valor a currículum. Lo más profundo que hay es la superficie. Los científicos del Conacyt hacen la lista de lo que es ser científico y descubren con asombro que son ellos, y se otorgan una beca. El ser es el figurar. Los profesionales, intelectuales y académicos fundan asociaciones con sus amigos, con lema y todo, donde dan un premio anual que van sacándose cada uno por turnos y luego se miran al espejo con su diploma y saben que son talentosos porque hasta se sacaron un premio. La verdad es de mentiras. Todos creen que lo que hacen es de trascendencia y relevancia porque en los congresos, foros y otras presentaciones hubo mucho público, entre el cual hasta la abuelita fue acarreada. La fachada es su interior. Y así sucesivamente, lo genuino es lo sintético y ya nadie sabe que podría querer hacer algo o ser alguien, sino que lo único que puede desear es dar la imagen: ni siquiera ganarse la vida sino dar la imagen de que se la gana, con un coche que debe, unos gestos que alquila, una ropa que cuesta y un maquillaje especial para el set de la oficina, como si todo se tratara solamente de que la foto, que nadie toma, salga bien, porque cada quien cree que su ángel de la guarda es paparazzi. Que la imagen que nadie ve sea la buena. Lo real es L'Oreal...

El simulacro es aquella mentira que es más verdadera que la verdad, aquella pose que es más profunda que la moral. La moral del simulacro no tiene ética, porque mientras que uno puede decir mentiras a los demás (y uno cuando menos sabe cuál es la verdad), la deshonestidad fundamental del simulacro radica en engañarse uno a sí mismo con mentiras que ni uno mismo se creería. En una de ésas, a los simuladores les ha de entrar, preveniente del mundo real, el temblor de una enorme desolación, como vacía, que, bueno, se quita cambiando de pose. El ultimo milímetro de ética que queda es el cinismo.

II
Los cínicos solían ser buenos muchachos: en los sesenta eran hippiosos; en los setenta, concientizados; en los ochenta, ecologistas; y en los noventa, democráticos. Ahora ya son cancilleres, funcionarios, mandos medios o dueños de su restaurante, vestidos casual, con buen verbo y culturita, como si les hubiera ido bien aunque no quisieran, y como si se hubieran decrepitado pronto, como a los treinta años. Venían con buena educación. buena familia, buenos principios, buen corazón pero un día cayeron en las garras del triunfo; tenían todas las inteligencias; la técnica, la emocional, la práctica, menos una: la inteligencia moral, que es por donde los definió Oscar Wílde: “saben el precio de todo y el valor de nada”. Un hipócrita es el que dice “¿yo, cuándo?”; un cínico es el que dice “¡sí, y qué!”: bueno, pues un cínico es un hipócrita al que ya cacharon; lo cacharon de que le gustó más el dinero que la cultura, el don de mando que las causas perdidas, el confort que la dignidad, el buen gusto que la gente, y así, como canta Joaquín Sabina, “por un catorce por ciento cambio / la imaginación al poder”, y entonces cambió su hipocresía por unos chistes bastante densos y un humor demásiado espeso, con el que dice cosas como “más aburrido que los Sueños de Kurosawa” , y en vez de decir que algo esta padrísimo, dice es de lo más decadente”. Si su nombre científico es cínico, es fácil encontrar su nombre común. Ellos, por su parte, creen que son chistosos cuando hacen bromas gastadas sobre los niños pobres, las feministas o los sindicatos, pero se nota que son solamente cínicos porque su humor no se lo entiende nadie, ya que mientras, por ejemplo, una ironía es un chiste que no debe parecer chiste, el cinismo es una baba venenosa que debe parecer chiste pero no puede. Estos chistes que no lo son, no obstante, dada la espesez general de la época, se han convertido en una verdad pública, que es la que aparece sobre todo en la publicidad que, ciertamente, a veces usa el humor, pero cuando se pone sofisticado usa el cinismo, desde los anuncios de Benetton en donde una top-model deambula por una Sarajevo destruida, hasta los Totalmente Palacio donde una mujer no puede evitar dos cosas, llorar y comprar zapatos, es decir, dos cosas: avisarles a sus clientas consumistas que compran por brutas y, además, venderles. Utilizar al Subcomandante Marcos para anunciar refrigeradores puede que tenga gracia. Que la viuda subaste los lentes ensangrentados de John Lennon, puede que no.
En realidad, los cínicos caen gordos y ni siquiera acaban de caerse bien a si mismos y esa es su única, o más bien su última, virtud, porque en efecto el cinismo es el milímetro final de la ética, de modo que un cínico tiene exactamente la conciencia del traidor, que hizo lo que quiso pero algo le fallo, a saber, que todavía se da cuenta de que prefirió el glamour a la decencia, por lo cual tuvo que arrumbar sus propios principios y proyectos, y por lo tanto sabe que no tiene justificaciones ni explicaciones: éste es el solo gramo que le queda de sinceridad; su única ética es el reconocimiento de su falta de moral, así que los cínicos siempre andan un poco perdidos en el desierto de sus cabezas y, cuando tienen que dar la cara, la disfrazan de chiste, de frase francota y de sarcasmo socarrón para que parezca que ya están más allá del bien y del mal. Pero todavía están un milímetro más acá. Hay cínicos globales como los del Vaticano que protegen pederastas o los del Grupo de los Siete que siguen haciendo cumbres, pero hay ciniquitos locales por todas partes, entre diputados, jefes, maridos, burócratas de universidad, hijos del dueño y periodistas de amarillo. Lo bueno que tienen todos estos cínicos es que van a acabarse pronto, porque el cinismo, como fenómeno social, brota, como patada de ahogado, en el límite de cualquier sistema, sea político, científico, económico, religioso o educativo, es decir, cuando sus verdades están ya podridas pero hay que usarlas porque no se saben de otras. Cuando un sistema social se encuentra en crisis terminal, su síntoma claro es la producción de cínicos. Entonces sí: los cínicos dan risa.

III
Siempre hay que creer en algo y, así, es posible juntar a las gentes según el tipo de verdad en que creen, y agruparlas. Pero he aquí que de ello se forma, por exclusión, una banda de entes que deambulan entre tantas creencias pero que no les viene bien ninguna verdad y, por lo tanto, no encajan ni en el grupo de admiradores de Alejandro Sanz ni en el de devotos de la buena figura ni en el de fans de la veladora perpetua ni en el de los fundamentalistas de sí mismos que solo creen en su ego y en aquello que se lo engorde, o sea que creen en cualquier cosa que les vendan con el truco de que con eso ya son alguien en la vida. Los incrédulos, esos que carecen de verdades, pertenecen más bien a un grupo fantasma, ya que por lógica no puede existir, porque los incrédulos no creen en los grupos, pero qué les importa, porque de todas maneras los incrédulos tampoco creen en la lógica ni en los desafíos de la globalización ni en los avances de la ciencia ni en sí mismos, lo cual los hace, contrariamente a los crédulos que son obvios como bultos, un grupo borroso, muy tenue, al que solo se puede detectar por leves indicios. Para empezar, ni siquiera saben cómo vestirse porque la gran verdad de la buena imagen necesita mucha fe y ellos no tienen ni mucha ni poca, ni fe ni ropa, y tampoco se les puede ver muy diligentes en alguna tarea, porque eso también requiere de un mínimo de convicción. Más bien se ven como idos, medio lánguidos, como dando a entender que no tiene nada de emocionante eso de no creer en nada, y parecen cansados, con un cierto aire de haber nacido en algo así como 1829, que es una fecha en la que aún no llegaban a la sociedad occidental las nuevas verdades de la técnica, la velocidad, la salud, los deportes y el método científico. Ahora que lo bueno que tienen los incrédulos es que son incorruptibles, porque no hay nada con qué comprarlos, y lo malo es que no tiene caso, porque no sirven para ser funcionarios ni para ser autoridades, labores que requieren de creyentes en las urgencias y las importancias de la realidad. De hecho, no se les puede dar órdenes porque los incrédulos no creen ni siquiera en las palabras, que es con lo que se hacen las verdades, y en general se ven fastidiados de haber oído tantas y por eso le sacan a los temas de conversación, porque siempre los obligan a exponer verdades que no tienen: cuando están acorralados con preguntas, fingen creer en algo para salir del paso y afirman su creencia de que el helado de vainilla es rico o de que es bueno circular, por la derecha. Los incrédulos son habitantes de la tangente. Como los enanos, los incrédulos también empezaron desde chiquitos. Es posible que algo haya fallado de nacimiento, tal vez el gen de seguridad (safety gen) que permite al ser humano andar por el mundo lleno de ilusiones, aunque también es probable que les hayan dicho que Cancún es un paraíso y les prometieron llevarlos en vacaciones. Y se los cumplieron. Y cuando fueron se insolaron igual que en todas partes, y así por el estilo les paso en Navidad y en los Santos Reyes y en su primer amor y cuando les dieron su primera responsabilidad, a la que vieron no como un gran reto sino como un buñuelo pegajoso, con lo que se dan cuenta de que todas las verdades son de mentiras. Es como si la incredulidad estuviera hecha de promesas cumplidas que por definición no valen la pena. Crédulos son aquellos que siguen contentotes en medio de la insolación, y es que, ni modo, vivir es creer, y entonces hay que creer en algo: se puede creer en verdades superficiales como los noticieros, la tecnología, el feng shui y el champú contra la caspa, y también se puede creer en verdades de fondo, como el deber, el poder, el ser, el tener, la democracia, la economía y otras cosas que caben en una declaración de principios. Pero en lo que creen los incrédulos parece estar más metido en la profundidad, por debajo de las ideas y de las sensaciones, como en las placas tectónicas de la cultura, como si las verdades incrédulas sólo pudieran consistir en las causas que están perdidas, en las promesas que no se cumplen y en las cosas que están más allá de las palabras, es decir, en puras verdades garantizadas contra el credulismo, porque no son ciertas. A la mejor se puede detectar a los incrédulos porque parece que, en vez de vivir, esperan, ya que, en efecto, creen en verdades que todavía no empiezan…

miércoles, 16 de mayo de 2012

La paradoja matemática de la nostalgia / Milán Kundera


Cuanto mayor es el tiempo que hemos dejado atrás, más irresistible es la voz que nos incita al regreso. Esta sentencia que parece común, sin embargo es falsa. El ser humano envejece, el final se acerca, cada instante pasa a ser siempre más apreciado y ya no queda tiempo que perder con recuerdos. Hay que comprender la paradoja matemática de la nostalgia: ésta se manifiesta con más fuerza en la primera juventud, cuando el volumen de la vida pasada es todavía insignificante.

Tampoco la memoria es comprensible sin un acercamiento matemático. El dato fundamental radica en la relación numérica entre el tiempo de la vida vivida y el tiempo de la vida almacenada en la memoria. Nunca hemos intentado calcular esta relación y, por otra parte, no disponemos de ningún medio técnico para hacerlo; no obstante, sin grandes riesgos se puede suponer que la memoria no conserva sino una millonésima, una milmillonésima, o sea una parcela muy ínfima, de la vida vivida.

Esto también forma parte de la esencia misma del hombre. Si alguien pudiera conservar en su memoria todo lo que ha vivido, si pudiera evocar cuando quisiera cualquier fragmento de su pasado, no tendría nada que ver con un ser humano: ni sus amores, ni sus amistades, ni sus odios, ni su facultad de perdonar o de vengarse serían los mismos.

Entonces tal vez se pueda concluir, aunque parezca contradictorio, que debemos disfrutar de la nostalgia antes de que el tiempo pasado sea tanto que ya no nos alcance para gastarlo en recuerdos...


viernes, 11 de mayo de 2012

Espero curarme de ti / Jaime Sabines

Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de fumarte, de beberte, de pensarte, es posible. Siguiendo las prescripciones de la moral en turno. Me receto tiempo, abstinencia, soledad.

¿Te parece bien que te quiera nada más una semana? No es mucho, ni es poco, es bastante. En una semana se pueden reunir todas las palabras de amor que se han pronunciado sobre la tierra y se les puede prender fuego. Te voy a calentar con esa hoguera del amor quemado. Y también el silencio. Porque las mejores palabras del amor están entre dos gentes que no se dicen nada.

Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y subversivo del que ama. (Tú sabes como te digo que te quiero cuando digo: "qué calor hace", "dame agua", "¿sabes manejar?", "se hizo de noche"...Entre las gentes, a un lado de tus gentes y las mías, te he dicho "ya es tarde", y tú sabías que decía "te quiero".)

Una semana más para reunir todo el amor del tiempo. Para dártelo. Para que hagas con él lo que tu quieras: guardarlo, acariciarlo, tirarlo a la basura. No sirve, es cierto. Sólo quiero una semana para entender las cosas. Porque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar a un panteón...

miércoles, 9 de mayo de 2012

Él, introvertido, laberíntico, algo masoquista en la disección de sus sentimientos, un cierto gusto por `sumergirse´ en sí mismo. Simultáneamente, una tremenda y constante necesidad de comunicación. Una angustiosa conciencia de su aislamiento, una angustiosa búsqueda de otra persona, alguien con quien comunicarse, alguien a quien poder darse sin reservas. Toda su vida fue rechazado. No que los otros lo rechazasen deliberadamente. La aceptación no era la deseada. Tal vez no consiga escribir esta novela. Tendría que poner excesivamente de mí para que fuera creíble. Hace quince años que buceo dentro de mí mismo. ¿Para qué seguir? Pregunta sin respuesta. Creo que no tengo otra salida que no sea seguir buceando. No conozco nada más…


sábado, 21 de abril de 2012

Spiritualized / Sweet Heart Sweet Light [2012]

La Política Del Sexo / Jorge Ramos

No hay nada más alucinante y aberrante que cuando el Papa y los políticos de la ultraderecha se quieren meter en nuestra cama. No son expertos en sexualidad, intimidad o salud. Pero ellos insisten en controlar nuestra vida horizontal.
Benedicto XVI tiene más que suficiente con las polémicas que han surgido con su viaje a México y Cuba. Lidiar con curas pederastas, dictadores octogenarios y una decreciente feligresía, no es cosa fácil. Pero el Papa alegremente se ha lanzado a criticar el legítimo esfuerzo de los homosexuales en Estados Unidos para que no los discriminen.
Si dos hombres o dos mujeres se quieren casar, eso es asunto de ellos y de nadie más. Las uniones entre homosexuales son reconocidas legalmente en seis estados norteamericanos –incluyendo Nueva York- y en Washington D.C. Lo mismo ocurre en Argentina, España y la ciudad de México. Pero para el Papa eso no está bien.
Benedicto XVI le pidió hace poco a los obispos norteamericanos que lucharan en contra de “las poderosas corrientes políticas y culturales que buscan alterar la definición legal del matrimonio.” Para él y los obispos de la curia romana (que nunca se han casado), la única definición de matrimonio es entre un hombre y una mujer. No se han dado cuenta que la realidad los rebasó hace mucho. Conozco a varias familias de parejas homosexuales, amorosísimas con sus hijos, y no me cabe en la cabeza que el Papa se atreva a decirles que están equivocados, que viven en pecado y que él quisiera disolverlas. Igual de absurdo resulta el reciente debate sobre los anticonceptivos en Estados Unidos.
El uso de la píldora anticonceptiva fue autorizado por primera vez en la década de los 50 y la mayoría de las mujeres norteamericanas la utilizan. Ese, yo creía, era un tema superado. Hasta que el locutor radial Rush Limbaugh calificó como “prostituta” a la estudiante de leyes de la universidad de Georgetown, Sandra Fluke, por querer argumentar ante un comité del congreso que todas las compañías de seguro médico deberían cubrir los gastos de planeación familiar.
Limbaugh, a regañadientes, se disculpó tras perder a decenas de anunciantes. Pero es ingenuo, y hasta tonto, el limitar y criticar el uso de anticonceptivos en una cultura hipersexualizada donde los niños y niñas de 13 y 14 años ya están teniendo relaciones. Y esto nos lleva al álgido tema del aborto.
Empecemos por lo obvio; nadie quiere tener un aborto. Pero la actual contienda electoral en Estados Unidos está totalmente polarizada por el tema. Por un lado está el presidente Barack Obama, quien defiende las actuales leyes que permiten el aborto (basadas en una decisión de la Corte Suprema en 1973), y por el otro un grupo de políticos Republicanos que promete hacer hasta lo imposible para penalizar el aborto si llegan a la Casa Blanca. Lo irónico es que en ese debate solo se están escuchando voces masculinas.
En México muchas mujeres han terminado en la cárcel por abortar o por buscar una terminación de un embarazo no deseado. Es la criminalización del aborto. Diez y ocho de los 31 estados mexicanos prohíben el aborto. En Guanajuato, por ejemplo, se dio el caso de 6 mujeres encarceladas por más de cinco años por abortar. Grupos feministas han pedido, sin éxito, un censo en las cárceles mexicanas para saber cuántas mujeres hay detenidas por abortar.
Pero ni el Papa, ni el presidente, ni el gobernador, ni el alcalde, ni el juez o el policía tienen derecho a meterse con el cuerpo de una mujer. Ninguno. La decisión de qué hacer con su cuerpo es exclusivamente de ella. Sin embargo, el cuerpo femenino es el principal campo de batalla de los religiosos y políticos más intransigentes. Son, en muchos casos, hombres queriendo imponer su voluntad en el cuerpo de mujeres que ni siquiera conocen.
Me parece increíble cuando líderes religiosos o políticos se quieren meter en la vida privada de los otros. Respeto sus convicciones pero me aterra cuando las utilizan para ganar adeptos o para tratar de convencer a votantes.
Casarse con una persona del mismo sexo, usar anticonceptivos o abortar están entre las decisiones más personales que se pueden tomar en la vida. Y para eso no hay que pedirle permiso a la iglesia, a un partido político o a la policía local.
La procreación de los hijos no es la única función de la sexualidad. Aunque, por el tono de los debates actuales, eso nos quisieran hacer creer los políticos del sexo. Cuando ellos nos pregunten ¿qué haces con tu vida privada? Nuestra respuesta debe ser tajante: eso a usted no le importa.

Ty Segall & White Fence / Hair [2012]


Estímulo eléctrico del cerebro alivia la migraña

Chicago, EUA.- Pacientes que sufren migrañas crónicas logran tener un alivio significativo del dolor después de cuatro semanas de estímulo eléctrico en la región del cerebro llamada corteza motora, que es responsable del movimiento voluntario. 

De acuerdo con un estudio de la Universidad de Michigan, se trata de un método no invasivo llamado Estímulo Transcranial de Corriente Directa, probado con buenos resultados como terapia preventiva en 13 pacientes con migraña crónica, con un historial de casi 30 años de sufrir por lo menos un promedio de quince ataques por mes. 

La investigación destacó que al concluir diez sesiones los participantes reportaron una disminución promedio de 37 por ciento en la intensidad del dolor.  

Los efectos fueron acumulativos y se hicieron evidentes después de unas cuatro semanas de tratamiento, explicó en el artículo Alexandre DaSilva, profesor de la Escuela de Odontología de la UM y autor principal del estudio. 

Los investigadores aseguran que son necesarias repetidas sesiones para revertir los cambios arraigados en el cerebro y relacionados con el sufrimiento crónico de migrañas.

En su análisis también rastrearon el flujo de corriente eléctrica a través del cerebro para entender cómo la terapia afectaba diferentes regiones

Otros estudios han demostrado que el estímulo de la corteza motora reduce el dolor crónico. Sin embargo, esta investigación proporcionó la primera prueba mecánica de que puede funcionar como una terapia continua de prevención en casos complejos de migraña crónica en los cuales los ataques son más frecuentes y resistentes a los tratamientos convencionales.

Notimex

Sigur Rós / Valtari [2012]


lunes, 26 de marzo de 2012

Fundamentos para una república amorosa / Andrés Manuel López Obrador

 
La decadencia que padecemos se ha producido, tanto por la falta de oportunidades de empleo, estudio y otros satisfactores básicos como por la pérdida de valores culturales, morales y espirituales. Por eso nuestra propuesta para lograr el renacimiento de México tiene el propósito de hacer realidad el progreso con justicia y, al mismo tiempo, auspiciar una manera de vivir, sustentada en el amor a la familia, al prójimo, a la naturaleza y a la patria.
Es sabido que los seres humanos necesitan bienestar. Es prácticamente aceptado por todos que nadie puede ser feliz sin tener trabajo, alimentación o cualquier otra necesidad, material o biológica. Un hombre en la pobreza piensa en cómo sobrevivir antes de ocuparse de tareas políticas, científicas, artísticas o espirituales.
Pero también es incuestionable que el sentido de la vida no se reduce sólo a la obtención de lo material, a lo que poseemos o acumulamos. Una persona sin apego a una doctrina o a un código de valores, no necesariamente logra la felicidad. Inclusive, en algunos casos, el triunfar a toda costa, sin escrúpulos morales de ninguna índole, conduce a una vida vacía y deshumanizada. De ahí que deberá buscarse siempre el equilibrio entre lo material y lo espiritual: procurar que a nadie le falte lo indispensable para la sobrevivencia y cultivar nuestros mejores sentimientos de bondad.
Cuando hablamos de una república amorosa, con dimensión social y grandeza espiritual, estamos proponiendo regenerar la vida pública de México mediante una nueva forma de hacer política, aplicando en prudente armonía tres ideas rectoras: la honestidad, la justicia y el amor. Honestidad y justicia para mejorar las condiciones de vida y alcanzar la tranquilidad y la paz pública; y el amor para promover el bien y lograr la felicidad.
La honestidad es la mayor riqueza de las naciones y, en nuestro país, este valor se ha venido degradando cada vez más. Aunque esto atañe a todos los sectores sociales, es, sin duda, la deshonestidad de los gobernantes y de las élites del poder, lo que más ha deteriorado la vida pública de México, tanto por el mal ejemplo como por la apropiación de bienes y riquezas de la colectividad. Inclusive puede afirmarse que la inmoralidad es la causa principal de la desigualdad y de la actual tragedia nacional. Dicho en otras palabras: nada ha deteriorado más a México que la corrupción política.
No obstante, siendo éste el principal problema del país y, aunque resulte increíble, es un tema que no aparece en la agenda nacional. Se habla de reformas estructurales de todo tipo, pero este grave asunto no se considera prioritario. Es más, no es tema en el discurso político, por el contrario, en la actualidad se ha extendido la especie del regreso del PRI, con la creencia de que ellos roban pero dejan robar y en el contexto de la máxima, según la cual, quien no transa no avanza.
Aunque se vive en el llamado mundo de la globalidad, tampoco se piensa en importar ejemplos de países y gobiernos que han tenido éxito en hacer de la honestidad el principio rector de su vida pública. En la información más reciente sobre índices de la percepción de la corrupción en 182 países del mundo, mientras Nueva Zelanda, Dinamarca, Finlandia y Suecia ocupan los primeros lugares en honestidad, México ocupa el lugar 100. Y, como es obvio, ellos tienen mejores niveles de bienestar. Pero lo paradójico y absurdo es que en la sociedad mexicana existe este valor y ni siquiera tendríamos que importarlo. Es decir, si hubiese voluntad para aprovechar las bondades de la honestidad, sólo sería cosa de exaltarla, de cultivarla entre todos y hacerla voluntad colectiva.
En los pueblos del México profundo se conserva aún la herencia de la gran civilización mesoamericana y existe una importante reserva de valores para regenerar la vida pública. Me consta que hay comunidades donde las trojes que se usan para guardar el maíz están en el campo, en los trabajaderos, lejos del caserío y nadie piensa en apropiarse del trabajo ajeno. En muchos lugares, hasta hace poco, no se tenía noción del robo. Aquí cuento que recientemente un joven compañero de Morena olvidó su cartera en el revistero de un avión comercial y días después recibió la llamada de un campesino migrante desde un lugar de California para informarle que él había encontrado su cartera con sus datos y dinero. El campesino migrante, originario de una comunidad de Veracruz, le preguntó sobre cuánto llevaba en la cartera y una vez aclarado el asunto se la envió a su domicilio. Mi joven compañero le preguntó al migrante, que apenas hablaba bien el español, por qué lo hacía. Le contestó que sus padres le habían enseñado a hacer el bien sin mirar a quién y que si actuaba así tendría en la vida una recompensa mayor.
Por ello digo que la honestidad es una virtud que aún poseemos y sólo es cosa de revalorarla, de darle su lugar, de ponerla en el centro del debate público y de aplicarla como principio básico para la regeneración nacional. Elevar la honestidad a rango supremo nos traería muchos beneficios. Los gobernantes contarían con autoridad moral para exigir a todos un recto proceder, nadie tendría privilegios. Se podría aplicar un plan de austeridad republicana para reducir los sueldos elevadísimos de los altos funcionarios públicos y eliminar los gastos superfluos. Asimismo, con este imperativo ético por delante se recuperarían recursos que hoy se van por el caño de la corrupción y se destinarían al desarrollo y al bienestar del pueblo.
La justicia. Todavía es vigente la frase bíblica de Madero de que el pueblo de México tiene hambre y sed de justicia. Es la demanda incumplida, pendiente, a pesar de la Revolución y de toda la retórica de los gobiernos posteriores. Tampoco aparece en la agenda de la llamada clase política. No obstante, es la sombra que nos persigue, que nos impide estar bien con nuestras conciencias y ser más humanos.
La pobreza en México es una amarga realidad, entristece, parte el alma y se encuentra por todos lados. Está presente en los estados del norte, donde antes no había tanta. Es notoria en las colonias populares de grandes concentraciones urbanas y de las ciudades fronterizas; en el campo de Zacatecas, Nayarit y Durango; predomina en el centro, en el sur y en el sureste del país, sobre todo en comunidades indígenas. En todas partes la gente no tiene oportunidades de empleo y se ve obligada a emigrar de sus comunidades, abandonando a sus familias, costumbres y tradiciones. La producción de autoconsumo, los programas de apoyo gubernamental y la ayuda que reciben quienes tienen familiares en el extranjero, no alcanza más que para sobrevivir. No hay para el pasaje, la medicina, para pagar el gas, el recibo de la luz, ni mucho menos para comer bien.
En México la falta de justicia debe avergonzarnos más porque no existe ninguna razón natural o geográfica que la justifique. Nuestro país, a pesar de que lo han saqueado por siglos, todavía es de los que poseen más recursos naturales en el mundo. En todo su territorio hay riquezas: en el norte, minas de oro, plata y cobre; en el sur, agua, gas y petróleo y, en todos lados, el pueblo cuenta con cultura, vocación de trabajo y con una inmensa bondad. De modo que la pobreza no puede atribuirse a la falta de recursos, a la fatalidad, al destino o a la supuesta flojera e indolencia de los mexicanos. Como hemos dicho, se debe a la corrupción imperante y a la economía de elite que sólo beneficia a una pequeña minoría. Lo más lamentable es que, aun con el sufrimiento que implica esta política económica, se insiste en perpetuarla a cualquier costo. Hay una estrategia deliberada para ocultar hasta lo evidente. No se difunden las cifras oficiales que demuestran cómo la llamada política neoliberal nos llevó a la ruina y a un mayor deterioro de la convivencia social. No se dice que en los pasados 15 años, por ejemplo, solo se han generado anualmente 500 mil empleos formales en promedio, cuando se requieren un millón 200 mil. Es decir, cada año 700 mil mexicanos han tenido que emigrar, buscarse la vida en la economía informal o tomar el camino de las conductas antisociales. Tampoco se habla de que hoy 67 por ciento de los trabajadores con empleo, siete de cada 10, reciben ingresos que no superan los tres salarios mínimos, o sea, 13 dólares o 10 euros diarios. Con esos sueldos nadie podría vivir en Estados Unidos ni en Europa.
Por ello, insisto, lo que más desespera y molesta es que quienes realmente gobiernan no hacen nada para evitar el deterioro sistemático de los niveles de vida. Este año, por mantener el negocio de unos cuantos en la compra de los combustibles en el extranjero, va a aumentar la gasolina, el diesel y el gas al doble de la inflación, y como resultado continúa la pérdida del poder adquisitivo del salario. En el más reciente reporte del Centro de Análisis Multidisciplinario de la Facultad de Economía de la UNAM se sostiene que un salario mínimo hace 29 años alcanzaba para comprar 51 kilos de tortilla, o 250 piezas de pan blanco, o 12 kilos de frijol bayo; y ahora, sólo alcanza para adquirir cinco kilos de tortilla o 25 piezas de pan blanco o tres kilos de frijol. De ese tamaño ha sido el empobrecimiento de la gente.
Pero quizá lo que más revela la insensibilidad y el desprecio por la gente, es la forma en que se enfrenta la crisis de inseguridad y de violencia. El gobierno y las elites del poder son incapaces de aceptar que la pobreza y la falta de oportunidades de empleo y bienestar originaron este estallido de odio y resentimiento. Y, como es obvio, menos les importa atender las causas del problema. Por el contrario, en una especie de enajenación autoritaria, pretenden resolverlo con medidas coercitivas, enfrentando la violencia con la violencia, como si el fuego se pudiese apagar con fuego. Se dicen creyentes, pero olvidan que no es la violencia, sino el bien, lo que suprime el mal.
A este pensamiento hipócrita y conservador, debemos oponer el criterio de que la inseguridad y la violencia sólo pueden ser vencidas con cambios efectivos en el medio social y con la influencia moral que se pueda ejercer sobre la sociedad en su conjunto. No hay más que combatir la desigualdad para tener una sociedad más humana y evitar la frustración y las trágicas tensiones que provoca. Estamos, pues, preparados y decididos a resolver la actual crisis de inseguridad y de violencia. Lo haremos bajo el principio de que la paz y la tranquilidad son frutos de la justicia. La solución de fondo, la más eficaz y la más humana, pasa por enfrentar el desempleo, la pobreza, la desintegración familiar, la pérdida de valores y por incorporar a los jóvenes al trabajo y al estudio.
El amor. Como hemos sostenido, la crisis actual se debe no sólo a la falta de bienes materiales sino también por la pérdida de valores. De ahí que sea indispensable auspiciar una nueva corriente de pensamiento para alcanzar un ideal moral, cuyos preceptos exalten el amor a la familia, al prójimo, a la naturaleza y a la patria.
La descomposición social y los males que nos aquejan, no sólo deben contrarrestarse con desarrollo y bienestar y medidas coercitivas. Lo material es importante, pero no basta: hay que fortalecer los valores morales.
A partir de la reserva moral y cultural que todavía existe en las familias y en las comunidades del México profundo, y apoyados en la inmensa bondad que hay en nuestro pueblo, debemos emprender la tarea de exaltar y promover valores individuales y colectivos. Es urgente revertir el desequilibrio que existe entre el individualismo dominante y los valores orientados a hacer el bien en pro de los demás.
Yo sé que este tema es muy polémico, pero creo que si no se pone en el centro de la discusión y del debate, no iremos al fondo del problema. Tenemos que convencer y persuadir que si no buscamos alcanzar un ideal moral, no se podrá transformar a México. Sólo así podremos hacer frente a la mancha negra de individualismo, codicia y odio que se viene extendiendo cada vez más y que nos ha llevado a la degradación progresiva como sociedad y como nación.
Quienes piensan que este tema no corresponde a la política, olvidan que la meta última de la política es lograr el amor, hacer el bien, porque en ello está la verdadera felicidad. Baste señalar que, desde 1776, en la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica, se propone como uno de sus objetivos fomentar la felicidad, a fin de formar una unión más perfecta. En el artículo primero de la Constitución francesa de 1793 se menciona que el fin de la sociedad es la felicidad común. Asimismo, en nuestra Constitución de Apatzingán de 1814, se estableció el derecho del pueblo a la felicidad. Hay también quienes sostienen que hablar de fortalecer los valores espirituales es inmiscuirse en el terreno de lo religioso. La respuesta sobre este asunto la da Alfonso Reyes, de manera magistral, en su Cartilla Moral. Dice que el bien no sólo es obligatorio para el creyente, sino para todos los hombres en general. El bien no sólo se funda en una recompensa que el religioso espera recibir en el cielo. Se funda también en razones que pertenecen a este mundo.
En los pueblos de Oaxaca, por ejemplo, los miembros de la comunidad practican sus creencias religiosas y, al mismo tiempo, trabajan en obras públicas y en cargos de gobierno, sin recibir salario o sueldo, motivados por el principio moral de que se debe servir a los demás, a la colectividad. No domina el individualismo; la persona no vale por lo que tiene o por los bienes materiales que acumule, sino por el prestigio que logra después de probar su vocación de servicio, su rectitud y el amor a sus semejantes, y esa es su mayor recompensa en la tierra.
Luego entonces, el propósito es contribuir en la formación de mujeres y hombres buenos y felices, con la premisa de que ser bueno es el único modo de ser dichoso. El que tiene la conciencia tranquila duerme bien, vive contento. Debemos insistir en que hacer el bien es el principal de nuestros deberes morales. El bien es una cuestión de amor y de respeto a lo que es bueno para todos. Además, la felicidad no se logra acumulando riquezas, títulos o fama, sino estando bien con nuestra conciencia, con nosotros mismos y con el prójimo.
La felicidad profunda y verdadera no consiste en los placeres momentáneos y fugaces. Ellos aportan felicidad sólo en el momento que existen y después queda el vacío de la vida que puede ser terriblemente triste y angustioso. Cuando se pretende sustituir la entrega al bien con esos placeres efímeros puede suceder que éstos conduzcan a los vicios, a la corrupción y que aumente más y más la infelicidad humana. En consecuencia, es necesario centrar la vida en hacer el bien, en el amor, y a su vez, armonizar los placeres que ayudan a aliviar las tensiones e insatisfacciones de la vida. José Martí decía que el autolimitarnos, la doma de sí mismo, forja la personalidad, embellece la vida y da felicidad. Pero en caso de conflicto o cuando se tiene que optar, inclinarse por el bien ha de predominar sobre los placeres momentáneos. Por eso es muy importante una elaboración libre, personal, sobre lo que constituye el bien para cada uno de nosotros, según sea nuestra manera de ser y de pensar, nuestra historia vital y nuestras circunstancias sociales.
Sin embargo, existen preceptos generales que son aceptados como fuente de la felicidad humana. Alfonso Reyes, en su Cartilla Moral, los aborda desde el más individual hasta el más general, desde el más personal hasta el más impersonal, podemos imaginarlos, dice, como una serie de círculos concéntricos, comenzamos por el interior y vamos tocando otro círculo más amplio. Según Reyes, son seis preceptos básicos los que forman parte del código del bien: el respeto a nuestra persona en cuerpo y alma; el respeto a la familia; el respeto a la sociedad humana en general, y a la sociedad en particular; el respeto a la patria; el respeto a la especie humana; y el respeto a la naturaleza que nos rodea.
Mucho antes, León Tolstoi en su libro Cuál es mi fe, sostenía que son cinco las condiciones para la felicidad terrenal admitidas generalmente por todo mundo: el poder gozar del cielo, del sol, del aire puro, de toda la naturaleza; el trabajo que nos gusta y hemos elegido libremente; la armonía familiar; la comunión libre y afectuosa con todos los hombres; la salud, y la muerte sin enfermedad.
Por supuesto que hay otros preceptos que deben ser exaltados y difundidos: el apego a la verdad, la honestidad, la justicia, la austeridad, la ternura, el cariño, la no violencia, la libertad, la dignidad, la igualdad, la fraternidad y a la verdadera legalidad. También deben incluirse valores y derechos de nuestro tiempo, como la no discriminación, la diversidad, la pluralidad y el derecho a la libre manifestación de las ideas. Y en todo ello, no dejar de admitir que en nuestras familias y pueblos existe una reserva moral de importantes valores de nuestras culturas que se han venido forjando de la mezcla de distintas civilizaciones y, en particular, de la admirable persistencia de la gran civilización mesoamericana.
En suma, estos fundamentos para una república amorosa deben convertirse en un código del bien. De ahí que hagamos el compromiso de convocar con este propósito a la elaboración de una constitución moral a especialistas en la materia, filósofos, sicólogos, sociólogos, antropólogos y a todos aquellos que tengan algo que aportar al respecto, como los ancianos venerables de las comunidades indígenas, los maestros, las padres y madres de familia, los jóvenes, los escritores, las mujeres, los empresarios, los defensores de la diversidad y de los derechos humanos, los practicantes de todas las religiones y los libre pensadores.
Una vez elaborada esta constitución moral, debemos hacer el compromiso de fomentar estos valores mediante todos los medios posibles. Introducir en la enseñanza la educación moral, darle toda la importancia que tienen materias como el civismo, la ética y la filosofía; propagar virtudes y destacar ejemplos positivos en los medios de comunicación. El propósito no sólo es frenar la corrupción política y moral que nos está hundiendo como sociedad y como nación, sino establecer las bases para una convivencia futura sustentada en el amor y en hacer el bien para alcanzar la verdadera felicidad.