lunes, 26 de marzo de 2012

Fundamentos para una república amorosa / Andrés Manuel López Obrador

 
La decadencia que padecemos se ha producido, tanto por la falta de oportunidades de empleo, estudio y otros satisfactores básicos como por la pérdida de valores culturales, morales y espirituales. Por eso nuestra propuesta para lograr el renacimiento de México tiene el propósito de hacer realidad el progreso con justicia y, al mismo tiempo, auspiciar una manera de vivir, sustentada en el amor a la familia, al prójimo, a la naturaleza y a la patria.
Es sabido que los seres humanos necesitan bienestar. Es prácticamente aceptado por todos que nadie puede ser feliz sin tener trabajo, alimentación o cualquier otra necesidad, material o biológica. Un hombre en la pobreza piensa en cómo sobrevivir antes de ocuparse de tareas políticas, científicas, artísticas o espirituales.
Pero también es incuestionable que el sentido de la vida no se reduce sólo a la obtención de lo material, a lo que poseemos o acumulamos. Una persona sin apego a una doctrina o a un código de valores, no necesariamente logra la felicidad. Inclusive, en algunos casos, el triunfar a toda costa, sin escrúpulos morales de ninguna índole, conduce a una vida vacía y deshumanizada. De ahí que deberá buscarse siempre el equilibrio entre lo material y lo espiritual: procurar que a nadie le falte lo indispensable para la sobrevivencia y cultivar nuestros mejores sentimientos de bondad.
Cuando hablamos de una república amorosa, con dimensión social y grandeza espiritual, estamos proponiendo regenerar la vida pública de México mediante una nueva forma de hacer política, aplicando en prudente armonía tres ideas rectoras: la honestidad, la justicia y el amor. Honestidad y justicia para mejorar las condiciones de vida y alcanzar la tranquilidad y la paz pública; y el amor para promover el bien y lograr la felicidad.
La honestidad es la mayor riqueza de las naciones y, en nuestro país, este valor se ha venido degradando cada vez más. Aunque esto atañe a todos los sectores sociales, es, sin duda, la deshonestidad de los gobernantes y de las élites del poder, lo que más ha deteriorado la vida pública de México, tanto por el mal ejemplo como por la apropiación de bienes y riquezas de la colectividad. Inclusive puede afirmarse que la inmoralidad es la causa principal de la desigualdad y de la actual tragedia nacional. Dicho en otras palabras: nada ha deteriorado más a México que la corrupción política.
No obstante, siendo éste el principal problema del país y, aunque resulte increíble, es un tema que no aparece en la agenda nacional. Se habla de reformas estructurales de todo tipo, pero este grave asunto no se considera prioritario. Es más, no es tema en el discurso político, por el contrario, en la actualidad se ha extendido la especie del regreso del PRI, con la creencia de que ellos roban pero dejan robar y en el contexto de la máxima, según la cual, quien no transa no avanza.
Aunque se vive en el llamado mundo de la globalidad, tampoco se piensa en importar ejemplos de países y gobiernos que han tenido éxito en hacer de la honestidad el principio rector de su vida pública. En la información más reciente sobre índices de la percepción de la corrupción en 182 países del mundo, mientras Nueva Zelanda, Dinamarca, Finlandia y Suecia ocupan los primeros lugares en honestidad, México ocupa el lugar 100. Y, como es obvio, ellos tienen mejores niveles de bienestar. Pero lo paradójico y absurdo es que en la sociedad mexicana existe este valor y ni siquiera tendríamos que importarlo. Es decir, si hubiese voluntad para aprovechar las bondades de la honestidad, sólo sería cosa de exaltarla, de cultivarla entre todos y hacerla voluntad colectiva.
En los pueblos del México profundo se conserva aún la herencia de la gran civilización mesoamericana y existe una importante reserva de valores para regenerar la vida pública. Me consta que hay comunidades donde las trojes que se usan para guardar el maíz están en el campo, en los trabajaderos, lejos del caserío y nadie piensa en apropiarse del trabajo ajeno. En muchos lugares, hasta hace poco, no se tenía noción del robo. Aquí cuento que recientemente un joven compañero de Morena olvidó su cartera en el revistero de un avión comercial y días después recibió la llamada de un campesino migrante desde un lugar de California para informarle que él había encontrado su cartera con sus datos y dinero. El campesino migrante, originario de una comunidad de Veracruz, le preguntó sobre cuánto llevaba en la cartera y una vez aclarado el asunto se la envió a su domicilio. Mi joven compañero le preguntó al migrante, que apenas hablaba bien el español, por qué lo hacía. Le contestó que sus padres le habían enseñado a hacer el bien sin mirar a quién y que si actuaba así tendría en la vida una recompensa mayor.
Por ello digo que la honestidad es una virtud que aún poseemos y sólo es cosa de revalorarla, de darle su lugar, de ponerla en el centro del debate público y de aplicarla como principio básico para la regeneración nacional. Elevar la honestidad a rango supremo nos traería muchos beneficios. Los gobernantes contarían con autoridad moral para exigir a todos un recto proceder, nadie tendría privilegios. Se podría aplicar un plan de austeridad republicana para reducir los sueldos elevadísimos de los altos funcionarios públicos y eliminar los gastos superfluos. Asimismo, con este imperativo ético por delante se recuperarían recursos que hoy se van por el caño de la corrupción y se destinarían al desarrollo y al bienestar del pueblo.
La justicia. Todavía es vigente la frase bíblica de Madero de que el pueblo de México tiene hambre y sed de justicia. Es la demanda incumplida, pendiente, a pesar de la Revolución y de toda la retórica de los gobiernos posteriores. Tampoco aparece en la agenda de la llamada clase política. No obstante, es la sombra que nos persigue, que nos impide estar bien con nuestras conciencias y ser más humanos.
La pobreza en México es una amarga realidad, entristece, parte el alma y se encuentra por todos lados. Está presente en los estados del norte, donde antes no había tanta. Es notoria en las colonias populares de grandes concentraciones urbanas y de las ciudades fronterizas; en el campo de Zacatecas, Nayarit y Durango; predomina en el centro, en el sur y en el sureste del país, sobre todo en comunidades indígenas. En todas partes la gente no tiene oportunidades de empleo y se ve obligada a emigrar de sus comunidades, abandonando a sus familias, costumbres y tradiciones. La producción de autoconsumo, los programas de apoyo gubernamental y la ayuda que reciben quienes tienen familiares en el extranjero, no alcanza más que para sobrevivir. No hay para el pasaje, la medicina, para pagar el gas, el recibo de la luz, ni mucho menos para comer bien.
En México la falta de justicia debe avergonzarnos más porque no existe ninguna razón natural o geográfica que la justifique. Nuestro país, a pesar de que lo han saqueado por siglos, todavía es de los que poseen más recursos naturales en el mundo. En todo su territorio hay riquezas: en el norte, minas de oro, plata y cobre; en el sur, agua, gas y petróleo y, en todos lados, el pueblo cuenta con cultura, vocación de trabajo y con una inmensa bondad. De modo que la pobreza no puede atribuirse a la falta de recursos, a la fatalidad, al destino o a la supuesta flojera e indolencia de los mexicanos. Como hemos dicho, se debe a la corrupción imperante y a la economía de elite que sólo beneficia a una pequeña minoría. Lo más lamentable es que, aun con el sufrimiento que implica esta política económica, se insiste en perpetuarla a cualquier costo. Hay una estrategia deliberada para ocultar hasta lo evidente. No se difunden las cifras oficiales que demuestran cómo la llamada política neoliberal nos llevó a la ruina y a un mayor deterioro de la convivencia social. No se dice que en los pasados 15 años, por ejemplo, solo se han generado anualmente 500 mil empleos formales en promedio, cuando se requieren un millón 200 mil. Es decir, cada año 700 mil mexicanos han tenido que emigrar, buscarse la vida en la economía informal o tomar el camino de las conductas antisociales. Tampoco se habla de que hoy 67 por ciento de los trabajadores con empleo, siete de cada 10, reciben ingresos que no superan los tres salarios mínimos, o sea, 13 dólares o 10 euros diarios. Con esos sueldos nadie podría vivir en Estados Unidos ni en Europa.
Por ello, insisto, lo que más desespera y molesta es que quienes realmente gobiernan no hacen nada para evitar el deterioro sistemático de los niveles de vida. Este año, por mantener el negocio de unos cuantos en la compra de los combustibles en el extranjero, va a aumentar la gasolina, el diesel y el gas al doble de la inflación, y como resultado continúa la pérdida del poder adquisitivo del salario. En el más reciente reporte del Centro de Análisis Multidisciplinario de la Facultad de Economía de la UNAM se sostiene que un salario mínimo hace 29 años alcanzaba para comprar 51 kilos de tortilla, o 250 piezas de pan blanco, o 12 kilos de frijol bayo; y ahora, sólo alcanza para adquirir cinco kilos de tortilla o 25 piezas de pan blanco o tres kilos de frijol. De ese tamaño ha sido el empobrecimiento de la gente.
Pero quizá lo que más revela la insensibilidad y el desprecio por la gente, es la forma en que se enfrenta la crisis de inseguridad y de violencia. El gobierno y las elites del poder son incapaces de aceptar que la pobreza y la falta de oportunidades de empleo y bienestar originaron este estallido de odio y resentimiento. Y, como es obvio, menos les importa atender las causas del problema. Por el contrario, en una especie de enajenación autoritaria, pretenden resolverlo con medidas coercitivas, enfrentando la violencia con la violencia, como si el fuego se pudiese apagar con fuego. Se dicen creyentes, pero olvidan que no es la violencia, sino el bien, lo que suprime el mal.
A este pensamiento hipócrita y conservador, debemos oponer el criterio de que la inseguridad y la violencia sólo pueden ser vencidas con cambios efectivos en el medio social y con la influencia moral que se pueda ejercer sobre la sociedad en su conjunto. No hay más que combatir la desigualdad para tener una sociedad más humana y evitar la frustración y las trágicas tensiones que provoca. Estamos, pues, preparados y decididos a resolver la actual crisis de inseguridad y de violencia. Lo haremos bajo el principio de que la paz y la tranquilidad son frutos de la justicia. La solución de fondo, la más eficaz y la más humana, pasa por enfrentar el desempleo, la pobreza, la desintegración familiar, la pérdida de valores y por incorporar a los jóvenes al trabajo y al estudio.
El amor. Como hemos sostenido, la crisis actual se debe no sólo a la falta de bienes materiales sino también por la pérdida de valores. De ahí que sea indispensable auspiciar una nueva corriente de pensamiento para alcanzar un ideal moral, cuyos preceptos exalten el amor a la familia, al prójimo, a la naturaleza y a la patria.
La descomposición social y los males que nos aquejan, no sólo deben contrarrestarse con desarrollo y bienestar y medidas coercitivas. Lo material es importante, pero no basta: hay que fortalecer los valores morales.
A partir de la reserva moral y cultural que todavía existe en las familias y en las comunidades del México profundo, y apoyados en la inmensa bondad que hay en nuestro pueblo, debemos emprender la tarea de exaltar y promover valores individuales y colectivos. Es urgente revertir el desequilibrio que existe entre el individualismo dominante y los valores orientados a hacer el bien en pro de los demás.
Yo sé que este tema es muy polémico, pero creo que si no se pone en el centro de la discusión y del debate, no iremos al fondo del problema. Tenemos que convencer y persuadir que si no buscamos alcanzar un ideal moral, no se podrá transformar a México. Sólo así podremos hacer frente a la mancha negra de individualismo, codicia y odio que se viene extendiendo cada vez más y que nos ha llevado a la degradación progresiva como sociedad y como nación.
Quienes piensan que este tema no corresponde a la política, olvidan que la meta última de la política es lograr el amor, hacer el bien, porque en ello está la verdadera felicidad. Baste señalar que, desde 1776, en la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica, se propone como uno de sus objetivos fomentar la felicidad, a fin de formar una unión más perfecta. En el artículo primero de la Constitución francesa de 1793 se menciona que el fin de la sociedad es la felicidad común. Asimismo, en nuestra Constitución de Apatzingán de 1814, se estableció el derecho del pueblo a la felicidad. Hay también quienes sostienen que hablar de fortalecer los valores espirituales es inmiscuirse en el terreno de lo religioso. La respuesta sobre este asunto la da Alfonso Reyes, de manera magistral, en su Cartilla Moral. Dice que el bien no sólo es obligatorio para el creyente, sino para todos los hombres en general. El bien no sólo se funda en una recompensa que el religioso espera recibir en el cielo. Se funda también en razones que pertenecen a este mundo.
En los pueblos de Oaxaca, por ejemplo, los miembros de la comunidad practican sus creencias religiosas y, al mismo tiempo, trabajan en obras públicas y en cargos de gobierno, sin recibir salario o sueldo, motivados por el principio moral de que se debe servir a los demás, a la colectividad. No domina el individualismo; la persona no vale por lo que tiene o por los bienes materiales que acumule, sino por el prestigio que logra después de probar su vocación de servicio, su rectitud y el amor a sus semejantes, y esa es su mayor recompensa en la tierra.
Luego entonces, el propósito es contribuir en la formación de mujeres y hombres buenos y felices, con la premisa de que ser bueno es el único modo de ser dichoso. El que tiene la conciencia tranquila duerme bien, vive contento. Debemos insistir en que hacer el bien es el principal de nuestros deberes morales. El bien es una cuestión de amor y de respeto a lo que es bueno para todos. Además, la felicidad no se logra acumulando riquezas, títulos o fama, sino estando bien con nuestra conciencia, con nosotros mismos y con el prójimo.
La felicidad profunda y verdadera no consiste en los placeres momentáneos y fugaces. Ellos aportan felicidad sólo en el momento que existen y después queda el vacío de la vida que puede ser terriblemente triste y angustioso. Cuando se pretende sustituir la entrega al bien con esos placeres efímeros puede suceder que éstos conduzcan a los vicios, a la corrupción y que aumente más y más la infelicidad humana. En consecuencia, es necesario centrar la vida en hacer el bien, en el amor, y a su vez, armonizar los placeres que ayudan a aliviar las tensiones e insatisfacciones de la vida. José Martí decía que el autolimitarnos, la doma de sí mismo, forja la personalidad, embellece la vida y da felicidad. Pero en caso de conflicto o cuando se tiene que optar, inclinarse por el bien ha de predominar sobre los placeres momentáneos. Por eso es muy importante una elaboración libre, personal, sobre lo que constituye el bien para cada uno de nosotros, según sea nuestra manera de ser y de pensar, nuestra historia vital y nuestras circunstancias sociales.
Sin embargo, existen preceptos generales que son aceptados como fuente de la felicidad humana. Alfonso Reyes, en su Cartilla Moral, los aborda desde el más individual hasta el más general, desde el más personal hasta el más impersonal, podemos imaginarlos, dice, como una serie de círculos concéntricos, comenzamos por el interior y vamos tocando otro círculo más amplio. Según Reyes, son seis preceptos básicos los que forman parte del código del bien: el respeto a nuestra persona en cuerpo y alma; el respeto a la familia; el respeto a la sociedad humana en general, y a la sociedad en particular; el respeto a la patria; el respeto a la especie humana; y el respeto a la naturaleza que nos rodea.
Mucho antes, León Tolstoi en su libro Cuál es mi fe, sostenía que son cinco las condiciones para la felicidad terrenal admitidas generalmente por todo mundo: el poder gozar del cielo, del sol, del aire puro, de toda la naturaleza; el trabajo que nos gusta y hemos elegido libremente; la armonía familiar; la comunión libre y afectuosa con todos los hombres; la salud, y la muerte sin enfermedad.
Por supuesto que hay otros preceptos que deben ser exaltados y difundidos: el apego a la verdad, la honestidad, la justicia, la austeridad, la ternura, el cariño, la no violencia, la libertad, la dignidad, la igualdad, la fraternidad y a la verdadera legalidad. También deben incluirse valores y derechos de nuestro tiempo, como la no discriminación, la diversidad, la pluralidad y el derecho a la libre manifestación de las ideas. Y en todo ello, no dejar de admitir que en nuestras familias y pueblos existe una reserva moral de importantes valores de nuestras culturas que se han venido forjando de la mezcla de distintas civilizaciones y, en particular, de la admirable persistencia de la gran civilización mesoamericana.
En suma, estos fundamentos para una república amorosa deben convertirse en un código del bien. De ahí que hagamos el compromiso de convocar con este propósito a la elaboración de una constitución moral a especialistas en la materia, filósofos, sicólogos, sociólogos, antropólogos y a todos aquellos que tengan algo que aportar al respecto, como los ancianos venerables de las comunidades indígenas, los maestros, las padres y madres de familia, los jóvenes, los escritores, las mujeres, los empresarios, los defensores de la diversidad y de los derechos humanos, los practicantes de todas las religiones y los libre pensadores.
Una vez elaborada esta constitución moral, debemos hacer el compromiso de fomentar estos valores mediante todos los medios posibles. Introducir en la enseñanza la educación moral, darle toda la importancia que tienen materias como el civismo, la ética y la filosofía; propagar virtudes y destacar ejemplos positivos en los medios de comunicación. El propósito no sólo es frenar la corrupción política y moral que nos está hundiendo como sociedad y como nación, sino establecer las bases para una convivencia futura sustentada en el amor y en hacer el bien para alcanzar la verdadera felicidad.

domingo, 25 de marzo de 2012

Miniature Tigers / Mia Pharaoh [2012]


Beach House / Bloom [2012]


José Saramago / Dios y Ratzinger [Día 9, de O Caderno, José Saramago 2009 Caminho-Alfaguara]

¿Qué pensará Dios de Ratzinger? ¿Qué pensará Dios de la Iglesia Católica Apostólica Romana de la que este Ratzinger es soberano papa? Que yo sepa (y no hace falta decir que sé bastante poco), hasta hoy nadie se ha atrevido a formular estas heréticas preguntas, tal vez por saber, de antemano, que para ellas no hay ni habrá nunca respuesta. Como escribí en horas de vana interrogación metafísica, hará alrededor de quince años, Dios es el silencio del universo y el hombre el grito que da sentido a ese silencio. Está en los Cuadernos de Lanzarote y ha sido frecuentemente citado por teólogos de España, que tuvieron la bondad de leerme.
Claro que, para que Dios piense algo acerca de Ratzinger o de la Iglesia que el papa quiere salvar de una muerte más que previsible, sea por inanición, sea por no encontrar oídos que la escuchen, ni fe que le refuerce los cimientos, será necesario demostrar la existencia del dicho Dios, tarea entre todas imposible, pese a las supuestas pruebas "arquitectadas " por San Anselmo, o aquel ejemplo de San Agustín, de vaciar los océanos con un cubo agujereado o incluso sin agujero alguno.
Lo que Dios, en caso de que exista, debe de agradecerle a Ratzinger es la preocupación que viene manifestando en los últimos tiempos sobre el delicado estado de la fe católica. La gente no va a misa, ha dejado de creer en los dogmas y de cumplir preceptos que para sus antepasados, en la mayor parte de los casos, constituían la base de la propia vida espiritual, cuando no también de la vida material, como sucedía, por ejemplo, con muchos de los banqueros de los primordios del capitalismo, severos calvinistas y, por lo que se supone, de una honestidad personal y profesional a prueba de cualquier tentación demoníaca en forma de subprime.Quizá el lector piense que esta súbita inflexión en el trascendente asunto que me había propuesto abordar, el sinodo episcopal reunido en Roma, estaba destinada, a fin de cuentas, a introducir, con más o menos efecto dialéctico, una crítica al comportamiento irregular (es lo mínimo que se puede decir) de los banqueros contemporáneos nuestros. No era esa mi intención ni ésa es mi competencia, si alguna tengo.
Volvamos entonces a Ratzinger.A este hombre, seguro que inteligente e informado, con una vida activísima en los ámbitos vaticanos y adyacentes (baste decir que fue prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, continuadora, con otros métodos, del ominoso Tribunal del Santo Oficio, más conocido por Inquisición), se le ha ocurrido algo que no cabe esperar de alguien con su responsabilidad, cuya fe debemos respetar, aunque no la expresión de su pensamiento medieval. Escandalizado con los laicismos, frustrado por el abandono de los fieles, abrió la boca en la misa con que inició el sínodo para soltar enormidades como éstas: "Si contemplamos la Historia, nos vemos obligados a admitir que no son únicos este distanciamiento y esta rebelión de los cristianos incoherentes. Consecuentemente, Dios, aunque sin faltar nunca a su promesa de salvación, a menudo ha tenido que recurrir al castigo". En mi aldea se decía que Dios castiga sin palo ni piedra, luego es de temer que se esté preparando por ahí otro diluvio que ahogue de una vez por todas a los ateos, los agnósticos, los laicos en general y otros actores de desorden espiritual. A no ser, puesto que los designios de Dios son infinitos e ignotos, que el actual presidente de Estados Unidos ya forme parte del castigo que nos está reservado. Todo es posible si lo quiere Dios. Con la imprescindible condición de que exista, claro está. Si no existe (por lo menos nunca ha hablado con Ratzinger), entonces todo esto son cuentos que ya no asustan a nadie. Que Dios es eterno, dicen, y tiene tiempo para todo. Eterno será, lo admitimos para no contrariar al papa, pero su eternidad es sólo la de un eterno no ser...