La decadencia que
padecemos se ha producido, tanto por la falta de oportunidades de
empleo, estudio y otros satisfactores básicos como por la pérdida de
valores culturales, morales y espirituales. Por eso nuestra propuesta
para lograr el renacimiento de México tiene el propósito de hacer
realidad el progreso con justicia y, al mismo tiempo, auspiciar una
manera de vivir, sustentada en el amor a la familia, al prójimo, a la
naturaleza y a la patria.
Es sabido que los seres humanos necesitan bienestar. Es prácticamente
aceptado por todos que nadie puede ser feliz sin tener trabajo,
alimentación o cualquier otra necesidad, material o biológica. Un hombre
en la pobreza piensa en cómo sobrevivir antes de ocuparse de tareas
políticas, científicas, artísticas o espirituales.
Pero también es incuestionable que el sentido de la vida no se reduce
sólo a la obtención de lo material, a lo que poseemos o acumulamos. Una
persona sin apego a una doctrina o a un código de valores, no
necesariamente logra la felicidad. Inclusive, en algunos casos, el
triunfar a toda costa, sin escrúpulos morales de ninguna índole, conduce
a una vida vacía y deshumanizada. De ahí que deberá buscarse siempre el
equilibrio entre lo material y lo espiritual: procurar que a nadie le
falte lo indispensable para la sobrevivencia y cultivar nuestros mejores
sentimientos de bondad.
Cuando hablamos de una república amorosa, con dimensión social y
grandeza espiritual, estamos proponiendo regenerar la vida pública de
México mediante una nueva forma de hacer política, aplicando en prudente
armonía tres ideas rectoras: la honestidad, la justicia y el amor.
Honestidad y justicia para mejorar las condiciones de vida y alcanzar la
tranquilidad y la paz pública; y el amor para promover el bien y lograr
la felicidad.
La honestidad es la mayor riqueza de las naciones y, en nuestro país,
este valor se ha venido degradando cada vez más. Aunque esto atañe a
todos los sectores sociales, es, sin duda, la deshonestidad de los
gobernantes y de las élites del poder, lo que más ha deteriorado la vida
pública de México, tanto por el mal ejemplo como por la apropiación de
bienes y riquezas de la colectividad. Inclusive puede afirmarse que la
inmoralidad es la causa principal de la desigualdad y de la actual
tragedia nacional. Dicho en otras palabras: nada ha deteriorado más a
México que la corrupción política.
No obstante, siendo éste el principal problema del país y, aunque
resulte increíble, es un tema que no aparece en la agenda nacional. Se
habla de reformas estructurales de todo tipo, pero este grave asunto no
se considera prioritario. Es más, no es tema en el discurso político,
por el contrario, en la actualidad se ha extendido la especie del
regreso del PRI, con la creencia de que ellos
roban pero dejan robary en el contexto de la máxima, según la cual,
quien no transa no avanza.
Aunque se vive en el llamado mundo de la globalidad, tampoco se
piensa en importar ejemplos de países y gobiernos que han tenido éxito
en hacer de la honestidad el principio rector de su vida pública. En la
información más reciente sobre índices de la percepción de la corrupción
en 182 países del mundo, mientras Nueva Zelanda, Dinamarca, Finlandia y
Suecia ocupan los primeros lugares en honestidad, México ocupa el lugar
100. Y, como es obvio, ellos tienen mejores niveles de bienestar. Pero
lo paradójico y absurdo es que en la sociedad mexicana existe este valor
y ni siquiera tendríamos que importarlo. Es decir, si hubiese voluntad
para aprovechar las bondades de la honestidad, sólo sería cosa de
exaltarla, de cultivarla entre todos y hacerla voluntad colectiva.
En los pueblos del México profundo se conserva aún la herencia de la
gran civilización mesoamericana y existe una importante reserva de
valores para regenerar la vida pública. Me consta que hay comunidades
donde las trojes que se usan para guardar el maíz están en el campo, en
los
trabajaderos, lejos del caserío y nadie piensa en apropiarse del trabajo ajeno. En muchos lugares, hasta hace poco, no se tenía noción del robo. Aquí cuento que recientemente un joven compañero de Morena olvidó su cartera en el revistero de un avión comercial y días después recibió la llamada de un campesino migrante desde un lugar de California para informarle que él había encontrado su cartera con sus datos y dinero. El campesino migrante, originario de una comunidad de Veracruz, le preguntó sobre cuánto llevaba en la cartera y una vez aclarado el asunto se la envió a su domicilio. Mi joven compañero le preguntó al migrante, que apenas hablaba bien el español, por qué lo hacía. Le contestó que sus padres le habían enseñado a
hacer el bien sin mirar a quiény que si actuaba así tendría en la vida una recompensa mayor.
Por ello digo que la honestidad es una virtud que aún poseemos y sólo
es cosa de revalorarla, de darle su lugar, de ponerla en el centro del
debate público y de aplicarla como principio básico para la regeneración
nacional. Elevar la honestidad a rango supremo nos traería muchos
beneficios. Los gobernantes contarían con autoridad moral para exigir a
todos un recto proceder, nadie tendría privilegios. Se podría aplicar un
plan de austeridad republicana para reducir los sueldos elevadísimos de
los altos funcionarios públicos y eliminar los gastos superfluos.
Asimismo, con este imperativo ético por delante se recuperarían recursos
que hoy se van por el caño de la corrupción y se destinarían al
desarrollo y al bienestar del pueblo.
La justicia. Todavía es vigente la frase bíblica de Madero de que el pueblo de México
tiene hambre y sed de justicia. Es la demanda incumplida, pendiente, a pesar de la Revolución y de toda la retórica de los gobiernos posteriores. Tampoco aparece en la agenda de la llamada clase política. No obstante, es la sombra que nos persigue, que nos impide estar bien con nuestras conciencias y ser más humanos.
La pobreza en México es una amarga realidad, entristece, parte el
alma y se encuentra por todos lados. Está presente en los estados del
norte, donde antes no había tanta. Es notoria en las colonias populares
de grandes concentraciones urbanas y de las ciudades fronterizas; en el
campo de Zacatecas, Nayarit y Durango; predomina en el centro, en el sur
y en el sureste del país, sobre todo en comunidades indígenas. En todas
partes la gente no tiene oportunidades de empleo y se ve obligada a
emigrar de sus comunidades, abandonando a sus familias, costumbres y
tradiciones. La producción de autoconsumo, los programas de apoyo
gubernamental y la ayuda que reciben quienes tienen familiares en el
extranjero, no alcanza más que para sobrevivir. No hay para el pasaje,
la medicina, para pagar el gas, el recibo de la luz, ni mucho menos para
comer bien.
En México la falta de justicia debe avergonzarnos más porque no
existe ninguna razón natural o geográfica que la justifique. Nuestro
país, a pesar de que lo han saqueado por siglos, todavía es de los que
poseen más recursos naturales en el mundo. En todo su territorio hay
riquezas: en el norte, minas de oro, plata y cobre; en el sur, agua, gas
y petróleo y, en todos lados, el pueblo cuenta con cultura, vocación de
trabajo y con una inmensa bondad. De modo que la pobreza no puede
atribuirse a la falta de recursos, a la fatalidad, al destino o a la
supuesta flojera e indolencia de los mexicanos. Como hemos dicho, se
debe a la corrupción imperante y a la economía de elite que sólo
beneficia a una pequeña minoría. Lo más lamentable es que, aun con el
sufrimiento que implica esta política económica, se insiste en
perpetuarla a cualquier costo. Hay una estrategia deliberada para
ocultar hasta lo evidente. No se difunden las cifras oficiales que
demuestran cómo la llamada política neoliberal nos llevó a la ruina y a
un mayor deterioro de la convivencia social. No se dice que en los
pasados 15 años, por ejemplo, solo se han generado anualmente 500 mil
empleos formales en promedio, cuando se requieren un millón 200 mil. Es
decir, cada año 700 mil mexicanos han tenido que emigrar, buscarse la
vida en la economía informal o tomar el camino de las conductas
antisociales. Tampoco se habla de que hoy 67 por ciento de los
trabajadores con empleo, siete de cada 10, reciben ingresos que no
superan los tres salarios mínimos, o sea, 13 dólares o 10 euros diarios.
Con esos sueldos nadie podría vivir en Estados Unidos ni en Europa.
Por ello, insisto, lo que más desespera y molesta es que quienes
realmente gobiernan no hacen nada para evitar el deterioro sistemático
de los niveles de vida. Este año, por mantener el negocio de unos
cuantos en la compra de los combustibles en el extranjero, va a aumentar
la gasolina, el diesel y el gas al doble de la inflación, y como
resultado continúa la pérdida del poder adquisitivo del salario. En el
más reciente reporte del Centro de Análisis Multidisciplinario de la
Facultad de Economía de la UNAM se sostiene que un salario mínimo hace
29 años alcanzaba para comprar 51 kilos de tortilla, o 250 piezas de pan
blanco, o 12 kilos de frijol bayo; y ahora, sólo alcanza para adquirir
cinco kilos de tortilla o 25 piezas de pan blanco o tres kilos de
frijol. De ese tamaño ha sido el empobrecimiento de la gente.
Pero quizá lo que más revela la insensibilidad y el desprecio por la
gente, es la forma en que se enfrenta la crisis de inseguridad y de
violencia. El gobierno y las elites del poder son incapaces de aceptar
que la pobreza y la falta de oportunidades de empleo y bienestar
originaron este estallido de odio y resentimiento. Y, como es obvio,
menos les importa atender las causas del problema. Por el contrario, en
una especie de enajenación autoritaria, pretenden resolverlo con medidas
coercitivas, enfrentando la violencia con la violencia, como si el
fuego se pudiese apagar con fuego. Se dicen creyentes, pero olvidan que
no es la violencia, sino el bien, lo que suprime el mal.
A este pensamiento hipócrita y conservador, debemos oponer el
criterio de que la inseguridad y la violencia sólo pueden ser vencidas
con cambios efectivos en el medio social y con la influencia moral que
se pueda ejercer sobre la sociedad en su conjunto. No hay más que
combatir la desigualdad para tener una sociedad más humana y evitar la
frustración y las trágicas tensiones que provoca. Estamos, pues,
preparados y decididos a resolver la actual crisis de inseguridad y de
violencia. Lo haremos bajo el principio de que la paz y la tranquilidad
son frutos de la justicia. La solución de fondo, la más eficaz y la más
humana, pasa por enfrentar el desempleo, la pobreza, la desintegración
familiar, la pérdida de valores y por incorporar a los jóvenes al
trabajo y al estudio.
El amor. Como hemos sostenido, la crisis actual se debe no sólo a la
falta de bienes materiales sino también por la pérdida de valores. De
ahí que sea indispensable auspiciar una nueva corriente de pensamiento
para alcanzar un ideal moral, cuyos preceptos exalten el amor a la
familia, al prójimo, a la naturaleza y a la patria.
La descomposición social y los males que nos aquejan, no sólo deben
contrarrestarse con desarrollo y bienestar y medidas coercitivas. Lo
material es importante, pero no basta: hay que fortalecer los valores
morales.
A partir de la reserva moral y cultural que todavía existe en las
familias y en las comunidades del México profundo, y apoyados en la
inmensa bondad que hay en nuestro pueblo, debemos emprender la tarea de
exaltar y promover valores individuales y colectivos. Es urgente
revertir el desequilibrio que existe entre el individualismo dominante y
los valores orientados a hacer el bien en pro de los demás.
Yo sé que este tema es muy polémico, pero creo que si no se pone en
el centro de la discusión y del debate, no iremos al fondo del problema.
Tenemos que convencer y persuadir que si no buscamos alcanzar un ideal
moral, no se podrá transformar a México. Sólo así podremos hacer frente a
la mancha negra de individualismo, codicia y odio que se viene
extendiendo cada vez más y que nos ha llevado a la degradación
progresiva como sociedad y como nación.
Quienes piensan que este tema no corresponde a la política, olvidan
que la meta última de la política es lograr el amor, hacer el bien,
porque en ello está la verdadera felicidad. Baste señalar que, desde
1776, en la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica, se
propone como uno de sus objetivos
fomentar la felicidad,
a fin de formar una unión más perfecta. En el artículo primero de la Constitución francesa de 1793 se menciona que
el fin de la sociedad es la felicidad común. Asimismo, en nuestra Constitución de Apatzingán de 1814, se estableció el derecho del pueblo a la felicidad. Hay también quienes sostienen que hablar de fortalecer los valores espirituales es inmiscuirse en el terreno de lo religioso. La respuesta sobre este asunto la da Alfonso Reyes, de manera magistral, en su Cartilla Moral. Dice que
el bien no sólo es obligatorio para el creyente, sino para todos los hombres en general. El bien no sólo se funda en una recompensa que el religioso espera recibir en el cielo. Se funda también en razones que pertenecen a este mundo.
En los pueblos de Oaxaca, por ejemplo, los miembros de la comunidad
practican sus creencias religiosas y, al mismo tiempo, trabajan en obras
públicas y en cargos de gobierno, sin recibir salario o sueldo,
motivados por el principio moral de que se debe servir a los demás, a la
colectividad. No domina el individualismo; la persona no vale por lo
que tiene o por los bienes materiales que acumule, sino por el prestigio
que logra después de probar su vocación de servicio, su rectitud y el
amor a sus semejantes, y esa es su mayor recompensa en la tierra.
Luego entonces, el propósito es contribuir en la formación de mujeres
y hombres buenos y felices, con la premisa de que ser bueno es el único
modo de ser dichoso.
El que tiene la conciencia tranquila duerme bien, vive contento. Debemos insistir en que hacer el bien es el principal de nuestros deberes morales. El bien es una cuestión de amor y de respeto a lo que es bueno para todos. Además, la felicidad no se logra acumulando riquezas, títulos o fama, sino estando bien con nuestra conciencia, con nosotros mismos y con el prójimo.
La felicidad profunda y verdadera no consiste en los placeres
momentáneos y fugaces. Ellos aportan felicidad sólo en el momento que
existen y después queda el vacío de la vida que puede ser terriblemente
triste y angustioso. Cuando se pretende sustituir la entrega al bien con
esos placeres efímeros puede suceder que éstos conduzcan a los vicios, a
la corrupción y que aumente más y más la infelicidad humana. En
consecuencia, es necesario centrar la vida en hacer el bien, en el amor,
y a su vez, armonizar los placeres que ayudan a aliviar las tensiones e
insatisfacciones de la vida. José Martí decía que el autolimitarnos, la
doma de sí mismo, forja la personalidad, embellece la vida y da
felicidad. Pero en caso de conflicto o cuando se tiene que optar,
inclinarse por el bien ha de predominar sobre los placeres momentáneos.
Por eso es muy importante una elaboración libre, personal, sobre lo que
constituye el bien para cada uno de nosotros, según sea nuestra manera
de ser y de pensar, nuestra historia vital y nuestras circunstancias
sociales.
Sin embargo, existen preceptos generales que son aceptados como
fuente de la felicidad humana. Alfonso Reyes, en su Cartilla Moral, los
aborda
desde el más individual hasta el más general,
desde el más personal hasta el más impersonal, podemos imaginarlos, dice,
como una serie de círculos concéntricos,
comenzamos por el interior y vamos tocando otro círculo más amplio. Según Reyes, son seis preceptos básicos los que forman parte del
código del bien: el respeto a nuestra persona en cuerpo y alma; el respeto a la familia; el respeto a la sociedad humana en general, y a la sociedad en particular; el respeto a la patria; el respeto a la especie humana; y el respeto a la naturaleza que nos rodea.
Mucho antes, León Tolstoi en su libro Cuál es mi fe,
sostenía que son cinco las condiciones para la felicidad terrenal
admitidas generalmente por todo mundo: el poder gozar del cielo, del
sol, del aire puro, de toda la naturaleza; el trabajo que nos gusta y
hemos elegido libremente; la armonía familiar; la comunión libre y
afectuosa con todos los hombres; la salud, y la muerte sin enfermedad.
Por supuesto que hay otros preceptos que deben ser exaltados y
difundidos: el apego a la verdad, la honestidad, la justicia, la
austeridad, la ternura, el cariño, la no violencia, la libertad, la
dignidad, la igualdad, la fraternidad y a la verdadera legalidad.
También deben incluirse valores y derechos de nuestro tiempo, como la no
discriminación, la diversidad, la pluralidad y el derecho a la libre
manifestación de las ideas. Y en todo ello, no dejar de admitir que en
nuestras familias y pueblos existe una reserva moral de importantes
valores de nuestras culturas que se han venido forjando de la mezcla de
distintas civilizaciones y, en particular, de la admirable persistencia
de la gran civilización mesoamericana.
En suma, estos fundamentos para una república amorosa deben
convertirse en un código del bien. De ahí que hagamos el compromiso de
convocar con este propósito a la elaboración de una constitución moral a
especialistas en la materia, filósofos, sicólogos, sociólogos,
antropólogos y a todos aquellos que tengan algo que aportar al respecto,
como los ancianos venerables de las comunidades indígenas, los
maestros, las padres y madres de familia, los jóvenes, los escritores,
las mujeres, los empresarios, los defensores de la diversidad y de los
derechos humanos, los practicantes de todas las religiones y los libre
pensadores.
Una vez elaborada esta constitución moral, debemos hacer el
compromiso de fomentar estos valores mediante todos los medios posibles.
Introducir en la enseñanza la educación moral, darle toda la
importancia que tienen materias como el civismo, la ética y la
filosofía; propagar virtudes y destacar ejemplos positivos en los medios
de comunicación. El propósito no sólo es frenar la corrupción política y
moral que nos está hundiendo como sociedad y como nación, sino
establecer las bases para una convivencia futura sustentada en el amor y
en hacer el bien para alcanzar la verdadera felicidad.
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