martes, 29 de mayo de 2012

Siglo XXI: Los simulacros, los cinismos y los incrédulos / Pablo Fernández Christlieb


I
Ya no se usa eso de que los cantantes canten, los intelectuales piensen, el público vea, las noticias sucedan y la gente viva su vida. Eso era demasiado realista. Para todas las generaciones actuales que ya nacieron en la era de los escaparates, los anuncios de revista, las modas y los alteros de ropa, los ídolos del deporte, fotos y fotos y fotos, presencia masculina, imagen femenina, mucha televisión, excelente presentación, interesantes entrevistas y amenos reportajes, este mundo del show, siempre prendido, ha terminado por apagar otro mundo, el real, aquel que consiste en trabajar y producir, ser buena o mala gente, saber lo que se dice ser alguien y hacer algo, sobre todo porque requiere mayor esfuerzo, le falta brillo, se nota menos, y no se puede cambiar de canal. Es un mundo de diario y no de noche de gala como el otro. El show empieza a sustituir a la realidad y sus guiones y coreografías se vuelven más auténticos que la vida de la gente, como si se volviera más real estar en el foro que estar en la calle, actuando que siendo uno. Disneylandia se hace más real que la colonia Lindavista y entrar en Televisa San Ángel es más verídico que pasear por la Alameda. Por eso, los niños de la calle ya sólo existen si aparecen en el canal de las estrellas diciendo no me digas niño de la calle. Ya no se trata de ir por la vida siendo algo, sino pareciendo cualquier cosa: solo lo que “parece” existe; lo que “es”, no. Como dijo Jean Baudrillard, hay algo más real que lo real, y es el simulacro. El simulacro es una realidad sin conexión con la vida, sin sustento ni sustrato, como si siempre se estuviera posando, al grado de que la pose es la única espontaneidad que queda. En el simulacro de un temblor, uno deja lo que esta haciendo, corre a la salida, abandona sus pertenencias, salva a su prójimo más débil, se ensucia la cara, se reúnen todos afuera: lo único que falta es el temblor. El simulacro es una realidad que se hace como si fuera para ser filmada, pero por el hecho de estar filmada, se convierte en realidad, y así la gente cree que el temblor consiste en su simulacro y, como el simulacro es la única verdad, cuando salen, creen que se salvaron del temblor. Fingir es la única autenticidad que queda. La imitación es lo original y así, mientras que las Chivas llevaban el apodo que los describía, en la época del simulacro hay un departamento encargado de poner apodos con copyright donde se sacan de la manga que alguien es “las águilas” y ya, por eso, resulta que tienen vista, depredación y altos vuelos. El Chololo sabía que era el chololo, ¿el matador de veras cree que hace faenas? A uno le ponen “Mijares”, así, en apellido, y la gente admite que es un Serrat o un Dylan. Lo manufacturado es lo natural. Y así sucesivamente, el público que va a los conciertos y otros espectáculos sabe cómo debe ir vestido, cuántos años tener y cuándo desaforarse. Lo prestablecido es lo insólito, porque lo insólito ya esta prestablecido. Los niños del Teletón muestran que también pueden tomar Pepsi y tener ilusiones, gracias lo cual los patrocinadores lloran de bondad. Lo falso es lo cierto, la farsa es la vida. Y así sucesivamente, los hechos ya no se hacen: se dicen; la paz, la justicia, el cambio democrático, la tolerancia, el reconocimiento de las mayorías, la redención de los pobres y los valores humanistas son hechos verdaderos porque suceden en las declaraciones de algún presidente y su primera dama en un desayuno, quienes, después de hablar, se cogen de la mano exhaustos de tanto bien que han hecho a la humanidad. La esencia es un sketch. Y así sucesivamente, hay señores y señoras que entre ellos se califican de expertos y exponen sus vaciedades en power poínt, y, como todo lo que se expone con tanta técnica es de expertos, se dan una constancia con valor a currículum. Lo más profundo que hay es la superficie. Los científicos del Conacyt hacen la lista de lo que es ser científico y descubren con asombro que son ellos, y se otorgan una beca. El ser es el figurar. Los profesionales, intelectuales y académicos fundan asociaciones con sus amigos, con lema y todo, donde dan un premio anual que van sacándose cada uno por turnos y luego se miran al espejo con su diploma y saben que son talentosos porque hasta se sacaron un premio. La verdad es de mentiras. Todos creen que lo que hacen es de trascendencia y relevancia porque en los congresos, foros y otras presentaciones hubo mucho público, entre el cual hasta la abuelita fue acarreada. La fachada es su interior. Y así sucesivamente, lo genuino es lo sintético y ya nadie sabe que podría querer hacer algo o ser alguien, sino que lo único que puede desear es dar la imagen: ni siquiera ganarse la vida sino dar la imagen de que se la gana, con un coche que debe, unos gestos que alquila, una ropa que cuesta y un maquillaje especial para el set de la oficina, como si todo se tratara solamente de que la foto, que nadie toma, salga bien, porque cada quien cree que su ángel de la guarda es paparazzi. Que la imagen que nadie ve sea la buena. Lo real es L'Oreal...

El simulacro es aquella mentira que es más verdadera que la verdad, aquella pose que es más profunda que la moral. La moral del simulacro no tiene ética, porque mientras que uno puede decir mentiras a los demás (y uno cuando menos sabe cuál es la verdad), la deshonestidad fundamental del simulacro radica en engañarse uno a sí mismo con mentiras que ni uno mismo se creería. En una de ésas, a los simuladores les ha de entrar, preveniente del mundo real, el temblor de una enorme desolación, como vacía, que, bueno, se quita cambiando de pose. El ultimo milímetro de ética que queda es el cinismo.

II
Los cínicos solían ser buenos muchachos: en los sesenta eran hippiosos; en los setenta, concientizados; en los ochenta, ecologistas; y en los noventa, democráticos. Ahora ya son cancilleres, funcionarios, mandos medios o dueños de su restaurante, vestidos casual, con buen verbo y culturita, como si les hubiera ido bien aunque no quisieran, y como si se hubieran decrepitado pronto, como a los treinta años. Venían con buena educación. buena familia, buenos principios, buen corazón pero un día cayeron en las garras del triunfo; tenían todas las inteligencias; la técnica, la emocional, la práctica, menos una: la inteligencia moral, que es por donde los definió Oscar Wílde: “saben el precio de todo y el valor de nada”. Un hipócrita es el que dice “¿yo, cuándo?”; un cínico es el que dice “¡sí, y qué!”: bueno, pues un cínico es un hipócrita al que ya cacharon; lo cacharon de que le gustó más el dinero que la cultura, el don de mando que las causas perdidas, el confort que la dignidad, el buen gusto que la gente, y así, como canta Joaquín Sabina, “por un catorce por ciento cambio / la imaginación al poder”, y entonces cambió su hipocresía por unos chistes bastante densos y un humor demásiado espeso, con el que dice cosas como “más aburrido que los Sueños de Kurosawa” , y en vez de decir que algo esta padrísimo, dice es de lo más decadente”. Si su nombre científico es cínico, es fácil encontrar su nombre común. Ellos, por su parte, creen que son chistosos cuando hacen bromas gastadas sobre los niños pobres, las feministas o los sindicatos, pero se nota que son solamente cínicos porque su humor no se lo entiende nadie, ya que mientras, por ejemplo, una ironía es un chiste que no debe parecer chiste, el cinismo es una baba venenosa que debe parecer chiste pero no puede. Estos chistes que no lo son, no obstante, dada la espesez general de la época, se han convertido en una verdad pública, que es la que aparece sobre todo en la publicidad que, ciertamente, a veces usa el humor, pero cuando se pone sofisticado usa el cinismo, desde los anuncios de Benetton en donde una top-model deambula por una Sarajevo destruida, hasta los Totalmente Palacio donde una mujer no puede evitar dos cosas, llorar y comprar zapatos, es decir, dos cosas: avisarles a sus clientas consumistas que compran por brutas y, además, venderles. Utilizar al Subcomandante Marcos para anunciar refrigeradores puede que tenga gracia. Que la viuda subaste los lentes ensangrentados de John Lennon, puede que no.
En realidad, los cínicos caen gordos y ni siquiera acaban de caerse bien a si mismos y esa es su única, o más bien su última, virtud, porque en efecto el cinismo es el milímetro final de la ética, de modo que un cínico tiene exactamente la conciencia del traidor, que hizo lo que quiso pero algo le fallo, a saber, que todavía se da cuenta de que prefirió el glamour a la decencia, por lo cual tuvo que arrumbar sus propios principios y proyectos, y por lo tanto sabe que no tiene justificaciones ni explicaciones: éste es el solo gramo que le queda de sinceridad; su única ética es el reconocimiento de su falta de moral, así que los cínicos siempre andan un poco perdidos en el desierto de sus cabezas y, cuando tienen que dar la cara, la disfrazan de chiste, de frase francota y de sarcasmo socarrón para que parezca que ya están más allá del bien y del mal. Pero todavía están un milímetro más acá. Hay cínicos globales como los del Vaticano que protegen pederastas o los del Grupo de los Siete que siguen haciendo cumbres, pero hay ciniquitos locales por todas partes, entre diputados, jefes, maridos, burócratas de universidad, hijos del dueño y periodistas de amarillo. Lo bueno que tienen todos estos cínicos es que van a acabarse pronto, porque el cinismo, como fenómeno social, brota, como patada de ahogado, en el límite de cualquier sistema, sea político, científico, económico, religioso o educativo, es decir, cuando sus verdades están ya podridas pero hay que usarlas porque no se saben de otras. Cuando un sistema social se encuentra en crisis terminal, su síntoma claro es la producción de cínicos. Entonces sí: los cínicos dan risa.

III
Siempre hay que creer en algo y, así, es posible juntar a las gentes según el tipo de verdad en que creen, y agruparlas. Pero he aquí que de ello se forma, por exclusión, una banda de entes que deambulan entre tantas creencias pero que no les viene bien ninguna verdad y, por lo tanto, no encajan ni en el grupo de admiradores de Alejandro Sanz ni en el de devotos de la buena figura ni en el de fans de la veladora perpetua ni en el de los fundamentalistas de sí mismos que solo creen en su ego y en aquello que se lo engorde, o sea que creen en cualquier cosa que les vendan con el truco de que con eso ya son alguien en la vida. Los incrédulos, esos que carecen de verdades, pertenecen más bien a un grupo fantasma, ya que por lógica no puede existir, porque los incrédulos no creen en los grupos, pero qué les importa, porque de todas maneras los incrédulos tampoco creen en la lógica ni en los desafíos de la globalización ni en los avances de la ciencia ni en sí mismos, lo cual los hace, contrariamente a los crédulos que son obvios como bultos, un grupo borroso, muy tenue, al que solo se puede detectar por leves indicios. Para empezar, ni siquiera saben cómo vestirse porque la gran verdad de la buena imagen necesita mucha fe y ellos no tienen ni mucha ni poca, ni fe ni ropa, y tampoco se les puede ver muy diligentes en alguna tarea, porque eso también requiere de un mínimo de convicción. Más bien se ven como idos, medio lánguidos, como dando a entender que no tiene nada de emocionante eso de no creer en nada, y parecen cansados, con un cierto aire de haber nacido en algo así como 1829, que es una fecha en la que aún no llegaban a la sociedad occidental las nuevas verdades de la técnica, la velocidad, la salud, los deportes y el método científico. Ahora que lo bueno que tienen los incrédulos es que son incorruptibles, porque no hay nada con qué comprarlos, y lo malo es que no tiene caso, porque no sirven para ser funcionarios ni para ser autoridades, labores que requieren de creyentes en las urgencias y las importancias de la realidad. De hecho, no se les puede dar órdenes porque los incrédulos no creen ni siquiera en las palabras, que es con lo que se hacen las verdades, y en general se ven fastidiados de haber oído tantas y por eso le sacan a los temas de conversación, porque siempre los obligan a exponer verdades que no tienen: cuando están acorralados con preguntas, fingen creer en algo para salir del paso y afirman su creencia de que el helado de vainilla es rico o de que es bueno circular, por la derecha. Los incrédulos son habitantes de la tangente. Como los enanos, los incrédulos también empezaron desde chiquitos. Es posible que algo haya fallado de nacimiento, tal vez el gen de seguridad (safety gen) que permite al ser humano andar por el mundo lleno de ilusiones, aunque también es probable que les hayan dicho que Cancún es un paraíso y les prometieron llevarlos en vacaciones. Y se los cumplieron. Y cuando fueron se insolaron igual que en todas partes, y así por el estilo les paso en Navidad y en los Santos Reyes y en su primer amor y cuando les dieron su primera responsabilidad, a la que vieron no como un gran reto sino como un buñuelo pegajoso, con lo que se dan cuenta de que todas las verdades son de mentiras. Es como si la incredulidad estuviera hecha de promesas cumplidas que por definición no valen la pena. Crédulos son aquellos que siguen contentotes en medio de la insolación, y es que, ni modo, vivir es creer, y entonces hay que creer en algo: se puede creer en verdades superficiales como los noticieros, la tecnología, el feng shui y el champú contra la caspa, y también se puede creer en verdades de fondo, como el deber, el poder, el ser, el tener, la democracia, la economía y otras cosas que caben en una declaración de principios. Pero en lo que creen los incrédulos parece estar más metido en la profundidad, por debajo de las ideas y de las sensaciones, como en las placas tectónicas de la cultura, como si las verdades incrédulas sólo pudieran consistir en las causas que están perdidas, en las promesas que no se cumplen y en las cosas que están más allá de las palabras, es decir, en puras verdades garantizadas contra el credulismo, porque no son ciertas. A la mejor se puede detectar a los incrédulos porque parece que, en vez de vivir, esperan, ya que, en efecto, creen en verdades que todavía no empiezan…

miércoles, 16 de mayo de 2012

La paradoja matemática de la nostalgia / Milán Kundera


Cuanto mayor es el tiempo que hemos dejado atrás, más irresistible es la voz que nos incita al regreso. Esta sentencia que parece común, sin embargo es falsa. El ser humano envejece, el final se acerca, cada instante pasa a ser siempre más apreciado y ya no queda tiempo que perder con recuerdos. Hay que comprender la paradoja matemática de la nostalgia: ésta se manifiesta con más fuerza en la primera juventud, cuando el volumen de la vida pasada es todavía insignificante.

Tampoco la memoria es comprensible sin un acercamiento matemático. El dato fundamental radica en la relación numérica entre el tiempo de la vida vivida y el tiempo de la vida almacenada en la memoria. Nunca hemos intentado calcular esta relación y, por otra parte, no disponemos de ningún medio técnico para hacerlo; no obstante, sin grandes riesgos se puede suponer que la memoria no conserva sino una millonésima, una milmillonésima, o sea una parcela muy ínfima, de la vida vivida.

Esto también forma parte de la esencia misma del hombre. Si alguien pudiera conservar en su memoria todo lo que ha vivido, si pudiera evocar cuando quisiera cualquier fragmento de su pasado, no tendría nada que ver con un ser humano: ni sus amores, ni sus amistades, ni sus odios, ni su facultad de perdonar o de vengarse serían los mismos.

Entonces tal vez se pueda concluir, aunque parezca contradictorio, que debemos disfrutar de la nostalgia antes de que el tiempo pasado sea tanto que ya no nos alcance para gastarlo en recuerdos...


viernes, 11 de mayo de 2012

Espero curarme de ti / Jaime Sabines

Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de fumarte, de beberte, de pensarte, es posible. Siguiendo las prescripciones de la moral en turno. Me receto tiempo, abstinencia, soledad.

¿Te parece bien que te quiera nada más una semana? No es mucho, ni es poco, es bastante. En una semana se pueden reunir todas las palabras de amor que se han pronunciado sobre la tierra y se les puede prender fuego. Te voy a calentar con esa hoguera del amor quemado. Y también el silencio. Porque las mejores palabras del amor están entre dos gentes que no se dicen nada.

Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y subversivo del que ama. (Tú sabes como te digo que te quiero cuando digo: "qué calor hace", "dame agua", "¿sabes manejar?", "se hizo de noche"...Entre las gentes, a un lado de tus gentes y las mías, te he dicho "ya es tarde", y tú sabías que decía "te quiero".)

Una semana más para reunir todo el amor del tiempo. Para dártelo. Para que hagas con él lo que tu quieras: guardarlo, acariciarlo, tirarlo a la basura. No sirve, es cierto. Sólo quiero una semana para entender las cosas. Porque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar a un panteón...

miércoles, 9 de mayo de 2012

Él, introvertido, laberíntico, algo masoquista en la disección de sus sentimientos, un cierto gusto por `sumergirse´ en sí mismo. Simultáneamente, una tremenda y constante necesidad de comunicación. Una angustiosa conciencia de su aislamiento, una angustiosa búsqueda de otra persona, alguien con quien comunicarse, alguien a quien poder darse sin reservas. Toda su vida fue rechazado. No que los otros lo rechazasen deliberadamente. La aceptación no era la deseada. Tal vez no consiga escribir esta novela. Tendría que poner excesivamente de mí para que fuera creíble. Hace quince años que buceo dentro de mí mismo. ¿Para qué seguir? Pregunta sin respuesta. Creo que no tengo otra salida que no sea seguir buceando. No conozco nada más…