I
Ya no se usa eso de que los cantantes canten, los intelectuales
piensen, el público vea, las noticias sucedan y la gente viva su vida. Eso era
demasiado realista. Para todas las generaciones actuales que ya nacieron en la
era de los escaparates, los anuncios de revista, las modas y los alteros de ropa, los ídolos
del deporte, fotos y fotos y fotos, presencia masculina, imagen femenina, mucha
televisión, excelente presentación, interesantes entrevistas y amenos
reportajes, este mundo del show, siempre prendido, ha terminado por apagar otro
mundo, el real, aquel que consiste en trabajar y producir, ser buena o mala
gente, saber lo que se dice ser alguien y hacer algo, sobre todo porque requiere
mayor esfuerzo, le falta brillo, se nota menos, y no se puede cambiar de canal.
Es un mundo de diario y no de noche de gala como el otro. El show empieza a
sustituir a la realidad y sus guiones y coreografías se vuelven más auténticos
que la vida de la gente, como si se volviera más real estar en el foro que
estar en la calle, actuando que siendo uno. Disneylandia se hace más real que
la colonia Lindavista y entrar en Televisa San Ángel es más verídico que pasear
por la Alameda. Por eso, los niños de la calle ya sólo existen si aparecen en
el canal de las estrellas diciendo no me digas niño de la calle. Ya no se trata
de ir por la vida siendo algo, sino pareciendo cualquier cosa: solo lo que “parece”
existe; lo que “es”, no. Como dijo Jean Baudrillard, hay algo más real que lo
real, y es el simulacro. El simulacro es una realidad sin conexión con la vida,
sin sustento ni sustrato, como si siempre se estuviera posando, al grado de que
la pose es la única espontaneidad que queda. En el simulacro de un temblor, uno
deja lo que esta haciendo, corre a la salida, abandona sus pertenencias, salva
a su prójimo más débil, se ensucia la cara, se reúnen todos afuera: lo único
que falta es el temblor. El simulacro es una realidad que se hace como si fuera
para ser filmada, pero por el hecho de estar filmada, se convierte en realidad,
y así la gente cree que el temblor consiste en su simulacro y, como el
simulacro es la única verdad, cuando salen, creen que se salvaron del temblor.
Fingir es la única autenticidad que queda. La imitación es lo original y así,
mientras que las Chivas llevaban el apodo que los describía, en la época del
simulacro hay un departamento encargado de poner apodos con copyright donde se
sacan de la manga que alguien es “las águilas” y ya, por eso, resulta que
tienen vista, depredación y altos vuelos. El Chololo sabía que era el chololo,
¿el matador de veras cree que hace faenas? A uno le ponen “Mijares”, así, en
apellido, y la gente admite que es un Serrat o un Dylan. Lo manufacturado es lo
natural. Y así sucesivamente, el público que va a los conciertos y otros
espectáculos sabe cómo debe ir vestido, cuántos años tener y cuándo
desaforarse. Lo prestablecido es lo insólito, porque lo insólito ya esta
prestablecido. Los niños del Teletón muestran que también pueden tomar Pepsi y
tener ilusiones, gracias lo cual los patrocinadores lloran de bondad. Lo falso
es lo cierto, la farsa es la vida. Y así sucesivamente, los hechos ya no se
hacen: se dicen; la paz, la justicia, el cambio democrático, la tolerancia, el
reconocimiento de las mayorías, la redención de los pobres y los valores
humanistas son hechos verdaderos porque suceden en las declaraciones de algún presidente
y su primera dama en un desayuno, quienes, después de hablar, se cogen de la mano
exhaustos de tanto bien que han hecho a la humanidad. La esencia es un sketch. Y
así sucesivamente, hay señores y señoras que entre ellos se califican de
expertos y exponen sus vaciedades en power poínt, y, como todo lo que se expone
con tanta técnica es de expertos, se dan una constancia con valor a currículum.
Lo más profundo que hay es la superficie. Los científicos del Conacyt hacen la
lista de lo que es ser científico y descubren con asombro que son ellos, y se
otorgan una beca. El ser es el figurar. Los profesionales, intelectuales y
académicos fundan asociaciones con sus amigos, con lema y todo, donde dan un
premio anual que van sacándose cada uno por turnos y luego se miran al espejo
con su diploma y saben que son talentosos porque hasta se sacaron un premio. La
verdad es de mentiras. Todos creen que lo que hacen es de trascendencia y
relevancia porque en los congresos, foros y otras presentaciones hubo mucho
público, entre el cual hasta la abuelita fue acarreada. La fachada es su
interior. Y así sucesivamente, lo genuino es lo sintético y ya nadie sabe que
podría querer hacer algo o ser alguien, sino que lo único que puede desear es
dar la imagen: ni siquiera ganarse la vida sino dar la imagen de que se la
gana, con un coche que debe, unos gestos que alquila, una ropa que cuesta y un
maquillaje especial para el set de la oficina, como si todo se tratara
solamente de que la foto, que nadie toma, salga bien, porque cada quien cree
que su ángel de la guarda es paparazzi. Que la imagen que nadie ve sea la
buena. Lo real es L'Oreal...
El simulacro es aquella mentira que es más verdadera que la verdad, aquella pose que es más profunda que la moral. La moral del simulacro no tiene ética, porque mientras que uno puede decir mentiras a los demás (y uno cuando menos sabe cuál es la verdad), la deshonestidad fundamental del simulacro radica en engañarse uno a sí mismo con mentiras que ni uno mismo se creería. En una de ésas, a los simuladores les ha de entrar, preveniente del mundo real, el temblor de una enorme desolación, como vacía, que, bueno, se quita cambiando de pose. El ultimo milímetro de ética que queda es el cinismo.
El simulacro es aquella mentira que es más verdadera que la verdad, aquella pose que es más profunda que la moral. La moral del simulacro no tiene ética, porque mientras que uno puede decir mentiras a los demás (y uno cuando menos sabe cuál es la verdad), la deshonestidad fundamental del simulacro radica en engañarse uno a sí mismo con mentiras que ni uno mismo se creería. En una de ésas, a los simuladores les ha de entrar, preveniente del mundo real, el temblor de una enorme desolación, como vacía, que, bueno, se quita cambiando de pose. El ultimo milímetro de ética que queda es el cinismo.
II
Los cínicos solían ser buenos muchachos: en los sesenta eran hippiosos;
en los setenta, concientizados; en los ochenta, ecologistas; y en los noventa,
democráticos. Ahora ya son cancilleres, funcionarios, mandos medios o dueños de
su restaurante, vestidos casual, con buen verbo y culturita, como si les
hubiera ido bien aunque no quisieran, y como si se hubieran decrepitado pronto,
como a los treinta años. Venían con buena educación. buena familia, buenos
principios, buen corazón pero un día cayeron en las garras del triunfo; tenían
todas las inteligencias; la técnica, la emocional, la práctica, menos una: la
inteligencia moral, que es por donde los definió Oscar Wílde: “saben el precio
de todo y el valor de nada”. Un hipócrita es el que dice “¿yo, cuándo?”; un
cínico es el que dice “¡sí, y qué!”: bueno, pues un cínico es un hipócrita al
que ya cacharon; lo cacharon de que le gustó más el dinero que la cultura, el
don de mando que las causas perdidas, el confort que la dignidad, el buen gusto
que la gente, y así, como canta Joaquín Sabina, “por un catorce por ciento
cambio / la imaginación al poder”, y entonces cambió su hipocresía por unos
chistes bastante densos y un humor demásiado espeso, con el que dice cosas como
“más aburrido que los Sueños de Kurosawa” , y en vez de decir que algo esta
padrísimo, dice es de lo más decadente”. Si su nombre científico es cínico, es
fácil encontrar su nombre común. Ellos, por su parte, creen que son chistosos
cuando hacen bromas gastadas sobre los niños pobres, las feministas o los
sindicatos, pero se nota que son solamente cínicos porque su humor no se lo
entiende nadie, ya que mientras, por ejemplo, una ironía es un chiste que no
debe parecer chiste, el cinismo es una baba venenosa que debe parecer chiste
pero no puede. Estos chistes que no lo son, no obstante, dada la espesez
general de la época, se han convertido en una verdad pública, que es la que
aparece sobre todo en la publicidad que, ciertamente, a veces usa el humor,
pero cuando se pone sofisticado usa el cinismo, desde los anuncios de Benetton
en donde una top-model deambula por una Sarajevo destruida, hasta los
Totalmente Palacio donde una mujer no puede evitar dos cosas, llorar y comprar zapatos,
es decir, dos cosas: avisarles a sus clientas consumistas que compran por
brutas y, además, venderles. Utilizar al Subcomandante Marcos para anunciar
refrigeradores puede que tenga gracia. Que la viuda subaste los lentes
ensangrentados de John Lennon, puede que no.
En realidad, los cínicos caen gordos y ni siquiera acaban de
caerse bien a si mismos y esa es su única, o más bien su última, virtud, porque
en efecto el cinismo es el milímetro final de la ética, de modo que un cínico
tiene exactamente la conciencia del traidor, que hizo lo que quiso pero algo le
fallo, a saber, que todavía se da cuenta de que prefirió el glamour a la
decencia, por lo cual tuvo que arrumbar sus propios principios y proyectos, y
por lo tanto sabe que no tiene justificaciones ni explicaciones: éste es el
solo gramo que le queda de sinceridad; su única ética es el reconocimiento de
su falta de moral, así que los cínicos siempre andan un poco perdidos en el
desierto de sus cabezas y, cuando tienen que dar la cara, la disfrazan de
chiste, de frase francota y de sarcasmo socarrón para que parezca que ya están
más allá del bien y del mal. Pero todavía están un milímetro más acá. Hay
cínicos globales como los del Vaticano que protegen pederastas o los del Grupo
de los Siete que siguen haciendo cumbres, pero hay ciniquitos locales por todas
partes, entre diputados, jefes, maridos, burócratas de universidad, hijos del
dueño y periodistas de amarillo. Lo bueno que tienen todos estos cínicos es que
van a acabarse pronto, porque el cinismo, como fenómeno social, brota, como
patada de ahogado, en el límite de cualquier sistema, sea político, científico,
económico, religioso o educativo, es decir, cuando sus verdades están ya
podridas pero hay que usarlas porque no se saben de otras. Cuando un sistema
social se encuentra en crisis terminal, su síntoma claro es la producción de
cínicos. Entonces sí: los cínicos dan risa.
III
Siempre hay que creer en algo y, así, es posible juntar a las gentes
según el tipo de verdad en que creen, y agruparlas. Pero he aquí que de ello se
forma, por exclusión, una banda de entes que deambulan entre tantas creencias
pero que no les viene bien ninguna verdad y, por lo tanto, no encajan ni en el
grupo de admiradores de Alejandro Sanz ni en el de devotos de la buena figura
ni en el de fans de la veladora perpetua ni en el de los fundamentalistas de sí
mismos que solo creen en su ego y en aquello que se lo engorde, o sea que creen
en cualquier cosa que les vendan con el truco de que con eso ya son alguien en
la vida. Los incrédulos, esos que carecen de verdades, pertenecen más bien a un
grupo fantasma, ya que por lógica no puede existir, porque los incrédulos no
creen en los grupos, pero qué les importa, porque de todas maneras los
incrédulos tampoco creen en la lógica ni en los desafíos de la globalización ni
en los avances de la ciencia ni en sí mismos, lo cual los hace, contrariamente
a los crédulos que son obvios como bultos, un grupo borroso, muy tenue, al que
solo se puede detectar por leves indicios. Para empezar, ni siquiera saben cómo
vestirse porque la gran verdad de la buena imagen necesita mucha fe y ellos no
tienen ni mucha ni poca, ni fe ni ropa, y tampoco se les puede ver muy
diligentes en alguna tarea, porque eso también requiere de un mínimo de convicción.
Más bien se ven como idos, medio lánguidos, como dando a entender que no tiene
nada de emocionante eso de no creer en nada, y parecen cansados, con un cierto
aire de haber nacido en algo así como 1829, que es una fecha en la que aún no
llegaban a la sociedad occidental las nuevas verdades de la técnica, la
velocidad, la salud, los deportes y el método científico. Ahora que lo bueno que tienen los incrédulos
es que son incorruptibles, porque no hay nada con qué comprarlos, y lo malo es
que no tiene caso, porque no sirven para ser funcionarios ni para ser
autoridades, labores que requieren de creyentes en las urgencias y las
importancias de la realidad. De hecho, no se les puede dar órdenes porque los
incrédulos no creen ni siquiera en las palabras, que es con lo que se hacen las
verdades, y en general se ven fastidiados de haber oído tantas y por eso le
sacan a los temas de conversación, porque siempre los obligan a exponer
verdades que no tienen: cuando están acorralados con preguntas, fingen creer en
algo para salir del paso y afirman su creencia de que el helado de vainilla es
rico o de que es bueno circular, por la derecha. Los incrédulos son habitantes
de la tangente. Como los enanos, los incrédulos también empezaron desde
chiquitos. Es posible que algo haya fallado de nacimiento, tal vez el gen de
seguridad (safety gen) que permite al ser humano andar por el mundo lleno de
ilusiones, aunque también es probable que les hayan dicho que Cancún es un paraíso y les prometieron llevarlos en
vacaciones. Y se los cumplieron. Y cuando fueron se insolaron igual que en todas
partes, y así por el estilo les paso en Navidad y en los Santos Reyes y en su
primer amor y cuando les dieron su primera responsabilidad, a la que vieron no
como un gran reto sino como un buñuelo pegajoso, con lo que se dan cuenta de
que todas las verdades son de mentiras. Es como si la incredulidad estuviera
hecha de promesas cumplidas que por definición no valen la pena. Crédulos son
aquellos que siguen contentotes en medio de la insolación, y es que, ni modo, vivir
es creer, y entonces hay que creer en algo: se puede creer en verdades
superficiales como los noticieros, la tecnología, el feng shui y el champú
contra la caspa, y también se puede creer en verdades de fondo, como el deber,
el poder, el ser, el tener, la democracia, la economía y otras cosas que caben
en una declaración de principios. Pero en lo que creen los incrédulos parece
estar más metido en la profundidad, por debajo de las ideas y de las sensaciones,
como en las placas tectónicas de la cultura, como si las verdades incrédulas sólo
pudieran consistir en las causas que están perdidas, en las promesas que no se
cumplen y en las cosas que están más allá de las palabras, es decir, en puras
verdades garantizadas contra el credulismo, porque no son ciertas. A la mejor
se puede detectar a los incrédulos porque parece que, en vez de vivir, esperan,
ya que, en efecto, creen en verdades que todavía no empiezan…
Muy bueno. Saludos.
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