¡Pero
vamos, alcánzala!
¡Cuando pienso que hay gente
que no tiene televisión! Pero ¿cómo es posible, cómo se las apaña? Yo es que
podría pasarme horas enteras viendo la tele. Quito el sonido y miro. Es como si
viera las cosas con rayos X. Cuando se quita el sonido viene a ser como quitar
el papel de embalaje, el bonito papel de seda que envuelve una tontería que te
ha costado dos euros. Si veis así los reportajes de los noticiarios, os daréis
cuenta de una cosa: las imágenes no tienen nada que ver unas con otras, lo
único que las une entre sí es el comentario, que hace que una sucesión
cronológica de imágenes parezca una sucesión real de hechos.
Bueno, resumiendo, que me
encanta la tele. Y esta tarde he visto un movimiento del mundo interesante: una
competición de saltos de trampolín. En realidad, varias competiciones. Era una
retrospectiva del campeonato del mundo de la disciplina. Había saltos
individuales con figuras impuestas o figuras libres, saltadores hombres o
mujeres, pero sobre todo, lo que más me ha interesado eran los saltos dobles.
Además de la proeza individual, con un montón de tirabuzones, giros y piruetas,
los saltadores tienen que ser sincrónicos. No tienen que ir más o menos a la
vez, no: perfectamente a la vez, no puede haber ni una milésima de segundo de
diferencia entre ambos.
Lo más gracioso es cuando los saltadores tienen morfologías
muy diferentes: uno es bajito y retaco al lado de uno alto y esbelto. Al verlos
uno piensa: esto no puede funcionar, en términos físicos, no pueden salir y
llegar a la vez; pero sí que lo consiguen, aunque no os lo podáis creer.
Lección que hay que sacar de esto: en el universo todo es compensación. Cuando
se es menos rápido, se tiene más fuerza.
Pero lo que me proporcionó alimento para mi Diario fue cuando dos jóvenes chinitas se presentaron en lo alto del trampolín. Dos esbeltas diosas con trenzas de un negro brillante y que podrían haber sido gemelas por lo mucho que se parecían, pero el comentarista precisó que ni siquiera eran hermanas. Bueno, total, que llegaron a lo alto del trampolín, y creo que todo el mundo debió de hacer como yo: contener el aliento.
Tras varios impulsos
gráciles, saltaron. Las primeras micras de segundo, fue perfecto. Sentí esa
perfección en mi propio cuerpo; según parece es una historia de «neuronas
espejo»: cuando se mira a alguien hacer una acción, las mismas neuronas que
activa esta persona para hacer lo que está haciendo se activan a su vez en
nuestra cabeza, sin que nosotros movamos un dedo. Un salto acrobático sin
moverse del sofá y comiendo patatas fritas: por eso a la gente le gusta ver
deporte por televisión. Bueno, total, que las dos gracias chinas saltan y, al
principio del todo, éxtasis total. Y luego, ¡horror! De repente el espectador
tiene la impresión de que hay un ligerísimo desfase entre ambas. Uno escudriña
la pantalla, con el corazón en un puño: sin lugar a dudas, hay un desfase. Sé
que parece absurdo contar esto así cuando en total el salto no debe durar más
de tres segundos, pero justamente porque sólo dura tres segundos, uno mira todas las fases como si duraran un
siglo. Y resulta ya evidente, ya no cabe ponerse una venda en los ojos: ¡están
desfasadas! ¡Una va a entrar en el agua antes que la otra! ¡Es horrible!
De repente me vi a mí misma
gritando ante el televisor: ¡pero alcánzala, vamos, alcánzala! Sentí una rabia
increíble contra la que se había rezagado. Me hundí en el sofá, asqueada.
Bueno, entonces ¿qué? ¿Es esto el movimiento del mundo? ¿Un ínfimo desfase que
arruina para siempre la posibilidad de la perfección? Me tiré al menos treinta
minutos de un humor de perros. Y de pronto me pregunté: pero ¿por qué querría
uno a toda costa que la alcanzase? ¿Por qué duele tanto cuando el movimiento no
está sincronizado? No es muy difícil adivinarlo: todas estas cosas que pasan,
que fallamos por poco y malogramos ya para siempre, eternamente… Todas estas
palabras que deberíamos haber hecho, estos kairos fulgurantes que surgieron un
día, que no supimos aprovechar y que se sumieron para siempre en la nada… El
fracaso por un margen tan pequeño… Pero sobre todo se me vino a la mente otra
idea, por lo de las «neuronas espejo». Una idea perturbadora, de hecho, y
vagamente proustiana (lo cual me pone nerviosa). ¿Y si la literatura no fuera
sino una televisión que uno mira para activar sus neuronas espejo y para
proporcionarse a bajo coste los escalofríos de la acción? ¿Y si, peor aún, la
literatura fuera una televisión que nos muestra todo aquello en lo que
fracasamos?
¡Vaya un movimiento del
mundo! Podría haber sido la perfección pero es el desastre. Debería vivirse de
verdad pero es siempre un disfrute por poderes….
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