sábado, 3 de diciembre de 2011

En defensa del amor romántico / Julio Muñoz Rubio*

¿El amor es una construcción cultural o una necesidad biológica, un mero impulso para replicar nuestra herencia genética?            

 
Hace más de tres décadas, concretamente en 1975 y 1976, aparecieron publicados un par de libros vulgarmente basados en la teoría darwinista de la evolución. El primero se tituló Sociobiología: La nueva síntesis del entomólogo norteamericano Edward O. Wilson; el segundo fue El gen egoísta, del zoólogo británico Richard Dawkins. Ambos libros, obras capitales de la sociobiología dieron la vuelta al mundo provocando enconados debates. Años después, a partir de la década de los años noventa, han aparecido publicaciones de autores como Steve Pinker, Matt Rildey o Leda Cosmides quienes se encuentran entre los fundadores de la llamada psicología evolutiva, hija predilecta de la sociobiología.

Tanto una como otra de estas disciplinas afirman que toda conducta social humana está determinada biológicamente y es el resultado de adaptaciones producidas por los mecanismos evolutivos de selección natural. Aunque llenas de vulgaridad, estas ramas de la biología evolutiva han abierto las puertas a investigaciones que buscan encontrar una respuesta al problema de las causas de fondo del comportamiento humano.

Tales investigaciones parten del principio de que si los seres humanos somos en primera instancia entes biológicos, entonces todas nuestras respuestas a los estímulos ambientales deben verse desde la óptica de esa constitución natural. Así, el papel de la historia y de la cultura quedan relegados a un segundo plano, predominando una visión reduccionista, que explica la naturaleza humana en función de copias de genes y estímulos físico-químicos. Las características psicológicas y culturales se heredan y seleccionan de la misma manera que las características morfológicas y fisiológicas.
Las personas que defienden estas tesis ven en la evolución un proceso lineal en el cual lo único que se presenta es una adición cuantitativa de lo ya existente en las etapas previas; no admiten que en la variación de las especies se presenten cambios cualitativos que, entre otras muchas cosas, permitan explicar al ser humano no únicamente de acuerdo con las leyes biológicas, sino además, en función de otras leyes propias y únicas para esta especie.

Esa visión lineal y reduccionista de la evolución es equivocada. A lo largo de la historia del mundo vivo han existido cambios tales que el producto que resulta de ellos ya no puede juzgarse en función de las reglas de lo que antes existía, sino que tienen que formularse otras distintas. Así es en el caso del paso de la reproducción asexual a la sexual, de la aparición de la fotosíntesis, en la aparición de la multicelularidad o de las respiraciones aerobia y anaerobia. Dentro de la evolución siempre aparecen nuevas formas de evolución.

¿Biologizar la cultura?


Pero dentro de la visión reduccionista de la biología, el ser humano es una especie que en esencia se comporta como cualquiera otra especie biológica. De esta manera, toda conducta humana se observa dirigida al cumplimiento de un objetivo supremo, que es el de todos los seres vivos: el de la reproducción biológica y a través de ella de la supervivencia de la especie. Ante la inevitabilidad de la muerte individual, el ser humano debe, conscientemente o no, buscar la replicación de sus genes para transmitirlos a las generaciones subsiguientes. Consecuente con esta visión que nos despoja de nuestra voluntad, nuestra conciencia y nuestra responsabilidad para construir una vida propia, el ya citado Richard Dawkins, exclamó al inicio de su best seller El gen egoísta: “Somos máquinas de supervivencia —robots ciegamente programados para preservar las moléculas egoístas conocidas como genes”.


Así pues, asistimos a una biologización incesante y galopante de todos los valores y sentimientos humanos. Y uno de los muchos aspectos de la conducta que han sido biologizados es el de los sentimientos amorosos. Resulta ser que hemos vivido engañados por las malas interpretaciones de nuestra conducta; resulta ser que en realidad el amor no existe, así lo han expresado los partidarios contemporáneos del biologicismo, como todos los arriba citados y otros más como George Alcock o Helen Fisher (autora de un intragable libro intitulado La naturaleza del amor), quienes sostienen que el amor se explica exclusivamente en función de intereses biológicos reproductivos, traducidos como estímulos neuro-químicos; que no existe en realidad ninguna esfera propia del ser humano para expresar la atracción subjetiva, la admiración por las cualidades de otra persona, el deseo de aproximarse a ella, ya sea física o espiritualmente, que los ritos de coqueteo o ligue son órdenes dictadas por los ácidos nucleicos para conseguir pareja reproductiva; todo esto significa que el reconocimiento a la belleza, al talento, la sensibilidad de las personas; el deseo de su compañía para cultivar esas habilidades o para gozar del placer de una relación sexual, no son una actividad peculiar humana, autónoma de su ser biológico, sino son más bien engaños, verdaderos señuelos fabricados por nuestros genes para garantizar la mejor forma de replicación de sí mismos. El ser humano, pues, no tendría una cultura o en el mejor de los casos, ésta existiría, como una forma de expresión de las necesidades genéticas.

El amor es un fin

Resulta así que Dafnis y Cloe, Romeo y Julieta, Lotte y Werther, Tristán e Isolda y desde luego Longo, Shakespeare, Goethe y Wagner, no pueden explicarse como resultado de la creatividad, como resultado del impulso espiritual que es un fin para el ser humano. De acuerdo con la visión biologicista, las emociones por ellos expresadas no serían fines de la existencia humana. Resulta ser que, para estos simplistas intérpretes de la evolución, milenios de exaltación de las pasiones más elevadas y sublimes, expresadas a través del arte, la épica y la filosofía, eran en realidad reivindicación de la biología de conexiones nerviosas, de la síntesis de hormonas o de la replicación de hebras de ácidos ribo y desoxirribonucleicos. A la basura pueden irse John y Yoko, Marco Antonio y Cleopatra, Bosie y Oscar Wilde, Anaís y June, junto con todos los resultados de sus encendidas e indestructibles pasiones. Este tipo de conclusiones biologicistas, cubiertas con el manto de lo científico, coadyuvan en la tarea patriarcal-judeocristiana-capitalista de aplastar y negar la esfera de los deseos o someterla a intereses externos al humano y convertirnos en entes funcionales al servicio de esos intereses: Dios, dinero, propiedad privada, patria, estado, familia, genes. Nunca  el ser humano mismo, íntegro, pleno, libre, dueño de sí mismo. Nunca un ser humano completo, responsable, sensible, consciente.

Por eso desde los tiempos de la publicación de la Sociobiología de Edward Wilson, otros evolucionistas, como Richard Lewontin o Stephen Jay Gould, encabezando a un grupo numeroso de críticos del determinismo biológico, expresaron que “La razón de la supervivencia de estas recurrentes teorías deterministas es que consistentemente tienden a proveer de una justificación genética del status quo y de los privilegios de raza, clase o sexo existentes para ciertos grupos”.

Ahí es donde debe buscarse la razón de ser de la reducción al absurdo del sentimiento amoroso, pero en última instancia para todas y todos los que estamos o hemos estado apasionadamente enamorados al menos alguna vez en nuestras vidas, la bioquímica y biofísica de nuestros sistemas nerviosos nos tiene absolutamente sin cuidado. Gracias a tantos osados investigadores por sus “descubrimientos científicos” sobre la naturaleza biológica del amor, pero desafortunadamente para ellos, frente a la presencia o la ausencia de los seres amados, frente a su proximidad o lejanía, tales descubrimientos resultan absolutamente irrelevantes. Tanto el amor romántico como la teoría de la evolución sobrevivirán afortunadamente a todos los intentos de falsificación y vulgarización.

     
* Doctor en Filosofía de la Ciencia. Investigador del Centro de Investigación Interdisciplinaria en Ciencias y Humanidades, de la UNAM.

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